La Misa cara a Dios
por JEAN FOURNÉE
CAPÍTULO 1
EL SIMBOLISMO DE LA ORIENTACIÓN
En una abra enciclopédica reciente, de la pluma de un conocido liturgista puede leerse esta sorprendente afirmación: "La Iglesia romana no aceptó mucho y ni siquiera comprendió la orientación". Y daba como prueba cierto sermón del Papa San León.
Tal afirmación, muy evidentemente, quiere justificar la pasión actual por la misa cara al pueblo. Lamentablemente, lo que se afirma es contrario a la verdad histórica. Tan bien "aceptó y comprendió la orientación" la Iglesia romana que hizo de ella rápidamente una regla general. En cuanto a San León, no sólo no la condenó, sino que es de aquellos que la purificaron de todo equívoco pagano.
En este estudio quisiéramos hacer presente a quienes la hayan olvidado o la desconozcan esta hermosa tradición de la Iglesia universal: la oración versus ad Orientem.
Quisiéramos recordar sus consecuencias sobre los ritos del altar, los gestos de la asamblea, la elección de los textos sagrados, finalmente, sobre el arreglo y la decoración de los lugares de culto.
Desconcertados por la tendencia moderna a poner en duda sus pruebas, sin embargo incuestionables, o por lo menos a considerarla perimida, quisiéramos mostrar cómo entró esta tradición y se mantuvo en el cristianismo más ortodoxo. Finalmente, a aquellos para quienes el encuentro del hombre con Dios es asunto de pura interioridad y debe prescindir de toda referencia exterior, les quisiéramos decir que la Escritura y la enseñanza de los Padres, los textos y los ritos litúrgicos están llenas de alusiones cósmicas. Tratando de desacralizar al universo, el humanismo moderno desconoce el alma humana, pues la priva del recurso a los símbolos, es decir de un paso esencial en su búsqueda de lo divino y para su acceso a él.
Comencemos por algunas consideraciones históricas y litúrgicas.
SOL INVICTOS
¿Hubo al comienzo contaminación por el culto solar? ¿Se apolonizó el Dios de los cristianos? La cuestión merece ser planteada, a causa de la importancia considerable de ese culto en el imperio romano y de su revitalización bajo la forma del Mitracismo importado de Oriente en el memento del nacimiento de Cristo. Es sabido que persistió paralelamente al Cristianismo; que Constantino mismo, muy adicto a sus "ascendencias" de Apolo, se había hecho representar como dios sol sobre el foro de Constantinopla; y que Juliano el Apóstata puso de nuevo en vigor a Mitra a mediadas del siglo IV. Esto quizás explica, en el siglo siguiente, las reticencias de San LEÓN MAGNO, inquieto al ver que algunos cristianos rendían homenaje al sol naciente (converso corpore ad nascentem salem se reflectant et, curvatis cervicibus, in honorem splendidi orbis,se inclinant). Temía que semejante actitud fuese de índole capaz de sembrar el desconcierto entre los nuevos convertidos, que veían que ciertos cristianos se entregaban a una práctica cara al paganismo. San LEÓN tiene a bien admitir que, si el gesto es el mismo, su espíritu es diferente, y que tal homenaje no se dirige a la luz, sino al Creador de la luz. ¡Qué importa! Hay equívoco. Es menester saberlo ( Sermo XXVII, In Nativ. Domini, P.L. 54, col. 218 ) .
Para comprender esta advertencia, hay que recordar que un gran número de basílicas romanas, especialmente San Pedro (como el edificio actual), estaban orientadas al revés. Tenían su ábside al oeste, y su fachada y entrada al este. Los fieles, al mirar el altar, daban la espalda al astro naciente, lo que compensaban, antes de ocupar su lugar en la nave, con un saludo ad nascentem solem al subir las gradas incluso del atrio (superatis gradibus quibus ad suggestum areae superioris ascenditur). Esta costumbre se mantuvo durante varios siglos.
En suma, la monición de San León prueba que existía entre los cristianos de su tiempo una tradición muy antigua, la que por otra parte durante ese mismo siglo iba a imponer a Occidente lo que ya desde mucho tiempo se hacía en Oriente: la orientación verdadera de las iglesias con ábside al este.
Pero el texto que acabamos de citar permite también pensar que su autor tenía sus razones para insertarlo en un sermón de Navidad. Esas razones se encuentran expuestas en otro sermón de Navidad (Sereno XXII, P.L. 54, 198), en el cual San León pone en guardia a los fieles contra la tentación de escuchar a quienes quisieran hacerles creer que esta fiesta de Navidad no es tanto la de la Natividad de Cristo como la del nacimiento del nuevo sol. Insensibles a la verdadera Luz, aquellos son lo suficientemente obtusos como para rodear de honores divinos a un simple "pabilo" puesto por Dios al servicio de los hombres.
Así pues, el jefe de la Iglesia se alza contra el culto solar, lo que prueba que, a pesar de la sustitución, entonces bastante reciente, de la fiesta pagana del Natalis solis invicti por la fiesta cristiana de la Navidad, estaba siempre presente el peligro de un retorno del pueblo a los ritos paganos que señalaban el solsticio de invierno.
Sin embargo, esta sustitución, esta cristianización de la fiesta pagana, debían hacer particularmente sensible a los fieles el homenaje que la Iglesia rinde a Aquél en quien ve el verdadero Sol invictus. De hecho, la liturgia de Navidad se halla impregnada de esta mística de la luz. La alegría humana de la renovación, del retroceso de la noche y del retorno victorioso del astro del día, cuyo comienzo indica el solsticio, esta alegría humana la Iglesia la canaliza hacia el misterio de Cristo. El acontecimiento cósmico se torna para ella en una figura, un signo. Esta luz "que las tinieblas no han podido apagar", ¿cómo no reconocer en ella a la única "luz verdadera", la que "ilumina a todo hombre"? Liturgia de triunfo, liturgia de esplendor y de iluminación, tal es el oficio de Navidad en todos los retos cristianos. Los Padres no son menos entusiastas en sus comentarios y en el homenaje vibrante, que rinden al único Sol invicto "descendido de las sublimes alturas de le claridades eternas".
Entre los diferentes comentarios sobre la Adoración de los Magos, hoy uno que merece ser recordado aquí. Es sabido que los Magos han sido considerados como sacerdotes de Mitra, esa personificación del Sol invictus. En los documentos iconográficos más antiguos, llevan su vestimenta y tocado. Viniendo del Oriente, esos sacerdotes del Sol parecían delegados por el astro que adoraban para restituir al Creador el homenaje rendido abusivamente a su creatura. La idea viene de SAN EFRÉN. Se halla expresada en la himnología siria.
AD SOLIS ORTUM
La liturgia de la Epifanía prolonga a la de Navidad en una misma exaltación de la luz: Surge, illuminare, Jerusalem: quia venit lumen tuum et gloria Damini super te orta est ( Epístola del 6 de enero, tomada de Isaías 60, 1). Pero esta victoria anual de la luz, este renacimiento que ritmo los años, esta renovación que todas las religiones han obrado, cada día los trae de vuelta. Cada aurora los recapitula. A la hora en que se borran las tinieblas de la noche, el oficio de Laudes canta el retorno de la luz. Es lo que le da su alegría. Es lo que explica la elección de sus salmos y de sus cánticos, y de los admirables himnos de San Ambrosio y de Prudencio.
¿Cómo entonces, en esté espacio sagrado que es el edificio cristiano, en este microcosmo cuya estructura y ordenación se ordenan, o deberían ordenarse, a la vez como un testimonio y como una referencia, cómo no desear que lo visible busque lo invisible, que lo llame, que sea percibido y recibido como un signo, y que ese signo no tenga solamente valor de guía, sino que se apodere del alma para transportarla hacia la contemplación del misterio y que la ponga en presencia de la realidad sobrenatural de la que no es sino la figura? Bien sinceramente, ¿cómo no experimentar un malestar casi físico, mientras se cantan los versículos de los himnos Splendor paternae gloriae o Lux ecce surgit carea, al dar la espalda a esta claridad matinal que filtra del ábside y llena poco a poco la nave sagrada? ¿Nos hemos vuelto pues insensibles a los símbolos? ¿Para nosotros, creyentes, la creación ha dejado de ser el espejo del Creador? ¿Y en la luz creada, porque hastiados o demasiado sabios, nos hemos vuelto incapaces de contemplar la luz de Dios, la luz de Aquél que dijo: Ego sum lux mundi (Juan 9, 12), ésa luz "suave y delectable" (Eclesiastés 11, 7), que "se alza en las tinieblas" (Isaías 58, 10) "para iluminar a las naciones" (Lucas 2, 29) y "al pueblo de los Justos" (Salmo 112, 4)? Cada semana, en Laudes, podemos hacer nuestro este versículo del Salmo 35: et in lamine tuo viciebimus lumen, y cantar, como el oficio a ello nos convida cualquiera sea el día de la semana, los magníficos versículos del Cántico de Zacarías en los que se compara al Mesías a un sol naciente suscitado por el Padre para iluminar a todos aquellos que están sentados en las tinieblas y envueltos por la sombra de la muerte (Lucas 1, 78/79).
Se estimará quizás que somos exageradamente sensibles al símbolo solar, que también las piedras estaban dadas vuelta hacia el levante en la época de los megalitos, que todas las religiones paganas, desde las más primitivas hasta las más evolucionadas, glorificaron los mitos naturistas y que, incluso si hubiesen cesado de deificarlos, los guardaban como símbolos. Virgilio (Eneida, VII) y Ovidio (Fastos, IV) recomendaban la oración hacia el Oriente con las abluciones rituales de la mañana. Los augures miraban hacia el este. En Roma, como en Atenas, como en el antiguo Egipto, los templos estaban orientados de tal manera y según un eje de una precisión tal que el sol naciente iluminase el rostro del dios o de la diosa el día en que se festejaba a esa divinidad.
De hecho, el cristianismo no abolió la sacralidad antigua. La desmitificó. La liberó. La transfiguró. Invitó al hombre religioso, atento a los símbolos, no a renegar de esos símbolos, sino a darles un nuevo sentido, un sentido acorde con la Revelación. El Sol invictus se convirtió en el Sol Salutis. El Sol-rey se tornó en el Rey del Sol, porque, escribe SAN AGUSTÍN, por Él fue creado el sol (non est Dominus Sol factus, sed per quem Sol factus est. In Ioanem P. L. 35, 1652). Y el Oriente cósmico se iluminó con las promesas radiosas de la Salvación.
El Sol Salutis es también el Sol Iustitiae, del que habla MALAQUIAS (3, 20), signo de poder y de victoria (cfr. Isaías, 41, 2), al que los Padres griegos y latinos identifican con Cristo.
SIGNUM CRUCIS
Pero he aquí que el Oriente se ilumina con un astro más ardiente que el sol. "Señor, habéis formado en el cielo un signo glorioso entre todos, centelleante con una claridad infinita": así se expresa un tropero bizantino en los Maitines del 14 de septiembre, mientras el Occidente latino exclama: O Crux, splendidior cunctis asitris!
Hacia ese signo que del Oriente los llamaba a las beatitudes eternas debía dirigirse la última mirada de los mártires. Esa Cruz que exaltaron Justino, Ireneo, Efrén, Paulino de Nola y Juan Crisóstomo, no era el madero ignominioso del Gólgota, sino el testimonio deslumbrante de la gloria de Cristo con la que se iluminará la última aurora cósmica. Esta Cruz salvífica aparecerá en el cielo, nos dice SAN EFRÉN, "como el cetro de Cristo gran Rey... superando el brillo del sol y precediendo la venida del dueño de todas las cosas". "¡Sígno triunfal! exclama San JUAN CRISÓSTOMO, más resplandeciente que el astro de los días"!
En los orígenes del cristianismo se asocia la oración hacia el Oriente con el culto de la Cruz. Y el culto de la Cruz es ante todo un homenaje rendido a la gloria divina.
Pero es también la afirmación de una esperanza. Si el Oriente evoca el Paraíso perdido, es más aun el lugar del Paraíso reencontrado. Allí está la morada del Señor, marcada por la Cruz, signo de reprobación para los malditos, pero signo de reunión para los justos. Cuando, en el interior de su casa, los primeros cristianos trazaban una Cruz sobre el muro oriental y oraban ante ella, expresaban su fe en la permanencia del Señor en los cielos, pero dados vuelta hacia la Cruz, conversi ad Dominum, se enfrentaban al Soberano juez en la espera mística del gran Retorno, esperanza suprema.
Este doble aspecto se une al simbolismo de las Cruces absidales. En la arquitectura bizantina, el ábside representa el espacio celeste al que la Cruz da su significación presente y futura. Él actualiza para los fieles la obra de salvación operada por Cristo y les anuncia su venida gloriosa al fin de los tiempos. La célebre aparición de la Cruz luminosa en el cielo de Jerusalén, en el año 351, que nos cuenta San Cirilo (P. G. 33, columnas 11761177), tuvo sin ninguna duda su incidencia en la decoración de los ábsides y de las bóvedas. Pero, como señala André GRABAR, tal visión "no es imaginable sino en función del culto de la Cruz y como su reflejo" (Martyríum,, t. II, p. 276). De ello tenernos pruebas bien anteriores al 351, en las que se afirma el sentido escatológico de ese culto.
Ábside en el este, decorado ya sea con la Cruz triunfal (que será la única figuración permitida en la época de la iconoclasia), ya sea con el Cristo Pantocrator, ya sea con la visión de Ezequiel (el Cristo del tetramorfo), ya sea con el Trono preparado (hetimasia), ya sea con una teofanía de premonición como en San Apolinario in Classe, en Ravena: tal será la regla desde el siglo IV entre los bizantinos, esperando que el Occidente latino la adopte unánimemente, a pesar de algunas disidencias romanas, por otra parte corregidas, como lo veremos, por un ritual de adaptación litúrgica que es un testimonio de primera importancia en favor de la oración orientada.
La deplorable indiferencia de tantos liturgistas modernos ante este simbolismo ¿es un repudio o fruto de la ignorancia? La ignorancia sería muy excusable después de los medulosos estudios de Cirilo Vogel y de algunos otros.
A la pasmosa afirmación de que la Iglesia romana “no aceptó mucho y ni siquiera comprendió la orientación”, he aquí la respuesta de los hechos.
Guillaume DURAND, en su Rationale divinorum officiorum, dice que el Papa Vigilio (537-555) fue quien prescribió que el celebrante oficiara hacia el este. Pero en aquéllas de las primeras basílicas romanas cuyo ábside estaba al oeste y la entrada al este, y en donde, por consiguiente, los fieles miraban hacia el occidente, el sacerdote sí celebraba cara al oriente. Tal disposición acarreaba forzosamente la misa versus populum, pero ésta no era sino una consecuencia y no una disposición ritual querida sistemáticamente. Es pues una afirmación errónea pretender que en la Iglesia primitiva la misa se celebraba cara al pueblo. Es más exacto decir que la celebración estaba orientada, cualquiera fuese la posición de los fieles en el edificio.
Pero cuando éstos, al estar situados frente al altar se encontraban mirando hacia el oeste, les estaba prescrito en ciertos momentos de la celebración, especialmente en la oratio fidelium, volverse hacia el este, y por consiguiente, dar la espalda al celebrante y al altar. Sucedía lo mismo en el llamado del Sursum corda. Estas prescripciones son anteriores al primer Ordo Romano, es decir, a fines del siglo VII. El Ordo Romanos I prescribe la orientación durante el Gloria, la Colecta y la Oratio fidelium, y reitera la obligación para el celebrante de estar siempre mirando hacia el este durante toda la acción eucarística, desde el prefacio hasta la doxología final. Todo esto ha sido establecido de una manera definitiva por los trabajos de Cirilo Vogel.
El mismo sabio autor hace notar que 47 de los sermones de SAN AGUSTÍN terminan con esta exhortación: ¡conversi ad Dominum oremos! Ahora bien, la semántica del verbo convertere implica indiscutiblemente el sentido de: moverse hacia el este.
HIC DOMUS DEI
Había antiguamente en París una iglesia que se llamaba San Benito el "Bétourné". El origen de este insólito epíteto es el siguiente. El edificio medieval que había precedido a la construcción del siglo XVI estaba occidentado. Esta anomalía había chocado tanto al pueblo que éste había bautizado a la iglesia: Saint-Benoit le Mal Tourné (mate versus) o "Mautourné". Pero al ser reconstruida y su altar mayor restablecido en el oriente, pasó a ser Saint-Benoit-le-Bétourné (bene versus).
La tradición, sólidamente establecida en toda la cristiandad al menos desde el siglo V, se transmitió, salvo algunas excepciones, de maestro de obra en maestro de obra. En la época en que se pintaban las iglesias, esa tradición ordenaba el programa ornamental y figurativo del coro y de la nave. Dirigía la disposición del altar. Inspiraba hasta el simbolismo de dos llenos y de dos vacíos, en función de los puntos cardinales. El norte se oponía al sur, el este al oeste. Mientras que con el poniente compaginaban con predilección las grandes composiciones del juicio Final, término de la historia del mundo, el levante se ofrecía a los símbolos escatológicos que anuncian el advenimiento de la Jerusalén celeste, de los "nuevos cielos" y de la nueva tierra. El clero y los fieles, dirigidos al mismo tiempo hacia el Oriente, proyectaban su oración hacia la luminosa promesa del Reino eterno.
En la revista "Una Voce" (nº 60, pp. 3/6) denunciamos el error de quienes tienden a reducir la iglesia a un edificio puramente, o ante todo, funcional. Subrayamos muy particularmente el simbolismo del presbiterio. Recordamos los textos litúrgicos dé la fiesta de la Dedicación. estos establecen el carácter sagrado del edificio que sigue siendo ante todo, no imparta lo que se diga actualmente, la Domus Dei, la Casa de Dios en medio de su pueblo. No insistiremos más sobre estas verdades desconocidas o escarnecidas. Su desprecio se encuentra en la raíz de la táctica de desacralización a la que debemos oponernos vigorosamente. Felizmente tenemos de nuestro lado toda la tradición de la Iglesia.
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Capítulo III
ARQUITECTURA Y ORIENTACIÓN
Primacía de la orientación
Si se quiere esquematizar los datos históricos relativos a la arquitectura y a la disposición interior de las iglesias cristianas, primeramente hay que afirmar como principio común, desde el origen, que la construcción de los edificios se ordenó según el eje este-oeste. Las únicas derogaciones a este principio, y éstas son raras, dependen de un caso de fuerza mayor: adaptación cultual de una construcción preexistente o restricciones impuestas por el marco urbano.
Notese bien que esta disposición axil es común a las dos direcciones: este-oeste. En el primer caso el presbítero se encuentra en el levante, en el otro, en el poniente. Pero, por paradojal que sea, estos dos partidos, diametralmente opuestos, responden en realidad a una misma preocupación: la búsqueda de la orientación cósmica, es decir, de la iluminación por el sol naciente. Cuando, en Jerusalén, Constantino hizo construir la basílica del Santo Sepulcro sobre el Gólgota, la fundó al oriente de la gruta donde fue enterrado Cristo, pero exigió que sus tres puertas se abriesen hacia el este. Es lo que nos afirma EUSEBIO DE CESÁREA en su Vida de Constantino(libro III, cap. 25) . No hacía en sumo sino conformarse al uso de los templos paganos, cerrados al oeste, abiertos al este, iluminados de tal aranera que el sol naciente viniese a golpear el rostro del dios el día mismo en que se celebraba su fiesta (cfr. "Una Voce" n° 63, p. 101) . El eje del templo pagano estaba estudiado de tal manera que en el día de la festividad se confundiese estrechamente con el eje de la trayectoria solar. Era esa una manera rigurosa de comprender y de aplicar la orientación cósmica.
Las primeras basílicas romanas
No es de sorprender que la disposición adoptada en Jerusalén por Constantino haya prevalecido en un gran número de las más antiguas basílicas cristianas de Roma y que, consiguientemente, hayan sido occidentadas. Y eso explica al mismo tiempo su disposición interna, especialmente la .ubicación del altar que, ése sí, estaba invariablemente orientado. Volveremos sobre esta constante de la orientación del altar. El celebrante estaba siempre cara al este, cualquiera haya sido el lugar del ábside. No tenía que preocuparse de la rotación axial de 180 grados, que hacía pasar un edificio occidentado a un edificio orientado, sino para cumplir ciertos gestos litúrgicos. En suma, la cuestión de saber si el altar debía estar o no cara al pueblo ni siquiera se planteaba. Es éste un falso problema inventado por nuestros liturgistas modernos. Cualquiera fuese la distribución de los fieles en el edificio, el altar estaba invariablemente versus ad orientern. Sólo eso contaba.
De los estudios de Mothes y de Nissen[17], mencionados por Cirilo VOGEL, resulta que "sobre un total de 53 iglesias anteriores aproximadamente al 420, 37 tienen el ábside én el oeste, 11 el ábside en el este, 2 el ábside en el norte y 3 están indeterminadas"[18]. Veremos que desde el siglo V la proporción se invierte en favor de la verdadera orientación del ábside.
En las basílicas occidentadas, con altar más o menos central, el ábside no podía tener la misma significación que en las iglesias orientadas. Éste tuvo la misma función que el ábside de la basílica civil. En la época constantiniana, cuando el alto clero participa de la dignidad de los funcionarios superiores del Imperio, el obispo tendrá su 'sitial de honor al fondo de ese ábside, como presidente de la asamblea cristiana, imitando a un alto magistrado o al emperador mismo. Como éste, estará rodeado de sus asistentes, dispuestos en semicírculo alrededor de él (synthronon). Disposición de la que no se puede decir que haya sido particularmente feliz puesto que separaba netamente de los fieles al obispo y su clero, y, prestándose a ello el ritual honorífico, consagraba una jerarquía clerical que tendía a derivar hacia si misma los honores debidos solamente al altar. Disposición malhadada ciertamente la que hace que el altar separe en lugar de unir. Y éste es por cierto uno de los reproches (entre muchos otros) que se pueden hacer en nuestros días al altar cara al pueblo, el de ser, como escribe el Padre BOUYER, "una barrera entre dos castas cristianas"[19], Esto es particularmente sensible en la primera parte de la avisa, la llamada, liturgia de la Palabra, cuando se ve que el celebrante no vacila en aislarse en su sillón "presidencial", más o menos detrás del altar, cuando no lo domina claramente varios escalones más arriba. Aquí verdaderamente es donde se puede hablar de "contrasentido", como lo pone de relieve por otra parte el Padre BOUYER, al denunciar la estupidez que consistiría en considerar como "ideal" una “celebración en la que se enfrentarían sacerdotes y fieles”[20]. En la época en que se complacen en denunciar al clericalismo de antaño ¿no hay aquí un verdadero neoclericalismo?
Este mismo autor hace notar muy justamente que "la instalación de los grandes retablos detrás del altar mayor fue una de las causas que hicieron abandonar esta antigua costumbre allí donde había podido persistir".
Pero -y es el único hecho importante- en todas esas iglesias que estaban regularmente orientadas, el celebrante, cuando llegaba al altar, lo rodeaba y se ponía a la cabeza de los fieles, delante de ellos, para la celebración eucarística. Los que estaban en la nave y en el coro oraban juntos dirigiéndose hacia el altar, y por lo tanto, hacia el Oriente.
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- [18] 20 Versus ad Orientem, La Maison Dieu, nº 70, 1962, p. 80, nota 39.
- [19] Louis BOUYER, Architecture et liturgie, Edit. du Cerf, 1967, p. 95.
- [20] Louis BOUYER, Le ríte et 1'homme, Edit. du Cerf, 1962, p. 241.
- [21] Marcel DURLIAT, Recherches sur l'enplacement des trónes épiscopaux dans les cathédrales du moyen áge, La Maison Dieu, n° 70, 1962, pp. 100-104.
Las primeras iglesias de Oriente
Una vez más hay que interrogar a las iglesias de Oriente para volver a encontrar en sus fuentes más auténticas la elaboración de una tradición cristiana ligada, por indiscutible filiación, a las tradiciones judías. Sin duda, como lo dijimos, la orientación ha tomado una significación ,muy distinta. Sin duda, sobre todo el culto cristiano difiere profundamente en su finalidad del culto judío. Pero, en lo que concierne particularmente a las iglesias de Siria, se puede decir con el Padre BOUYE, que éstas aparecen "como una versión cristianizada de la sinagoga judía" (Architecture et Liturgie, p. 28).
El estudio arqueológico de las iglesias sirias continuó activamente estos últimos años. Él ha puesto de relieve cierto número de características fundamentales, sólidamente establecidas. Jean LASSUS, en su libro sobre Les sanctuaires chrétiens de Syrie (París, 1947) llega así a las siguientes conclusiones:
En estas condiciones, estando suficientemente demostrada la ausencia de synthronon absidal, ¿dónde podía pues encontrarse el asiento del obispo o de su representante?
Justamente en la relación de filiación de la liturgia cristiana con el culto judío es donde se encuentra la respuesta. El trono episcopal, escribe J. DAUVILLIER, "simboliza el lugar donde se sentaba el Gran Sacerdote, hijo de Aarón, frente al santuario, hacia el Oriente. Está pues dirigido hacia el ábside. El obispo está rodeado de sus sacerdotes, que están igualmente sentados, sin duda de un lado de su trono y del otro"[23]. "El asiento del obispo,agrega el Padre BOUYER, reemplazó a la cátedra de Moisés"[24].
Las excavaciones arqueológicas y la exégesis de los antiguos textos litúrgicos sirios han puesto en evidencia, en e] centro del edificio cristiano, la existencia de una plataforma rodeada de una valla, sobre la cual estaba organizado un lugar sacro. Ese lugar es el béma, que responde integralmente al bimah de las sinagogas, cuya más antigua mención escrituraria se encuentra en el libro de Nehemías (VIII, 4), donde vemos que era el lugar de la lectura de la Ley.
El bêma, en su forma típica, es una especie de ancho podio rectangular, en la nave, rodeado de una banqueta, a la vez asiento y valla. Esta banqueta se abre delante, es decir al este, hacia el altar, pero está cerrada al oeste por un verdadero contra-ábside semicircular, con una grada y un asiento central. Allí se encontraba el trono del obispo, en el centro, cara al este, y se sentaba el clero durante la .proclamación de la Palabra. Justamente en el interior del béma se encontraban los lectores y se leían los textos sagrados. Partiendo del bêma, el obispo y sus asistentes se dirigían procesionalmente al altar para celebrar los santos misterios. Todo esto está perfectamente descrito por Dennis HICLEY en una publicación reciente[25].
¡Qué admirable simbolismo! El obispo en su sede en la nave, en medio de su clero, en la extremidad occidental del bêma, rodeado de su pueblo, escuchando primeramente como éste la Palabra de Dios, luego conducido por ella hacia el altar del Santo Sacrificio, hacia la mesa eucarística, cara al este, cara al Sol Iustitiae, y esto en una marcha procesional que es una progresión al encuentro del Señor. Y en esta procesión está acompañado de los fieles, quienes ellos también se acercan al altar. ¡Qué riqueza y qué dinamismo! Esto es la orientación. No solamente una mirada hacia un punto geográfico, sino una acción litúrgica, un movimiento de asamblea hacia el lugar sacro donde se va a realizar, por el ministerio sacerdotal, la unión del Señor y de su pueblo.
De la Siria paleocristiana al Occidente medieval
Cuando se compara el plano de una iglesia románica francesa con el de una iglesia Síria del siglo IV o V, uno se ve obligado a admitir que hay entre ellas más afinidades y semejanzas que entre la misma iglesia medieval y una basílica remarte de la era constantiniana. Se encuentra allí una igual sensibilidad a la orientación verdadera que gobierna de golpe el emplazamiento del ábside y el lugar del altar. Todo pasó roano si nuestro arte, ya que no de construir, al menos de arreglar las iglesias, de estructurarlas, se hubiese formado en Oriente y, recibiendo por el Oriente la herencia al menos parcial de las tradiciones hebraicas, hubiese pasado por encima de las fórmulas romanas de adaptación de basílicas civiles al culto cristiano, fórmulas por otra parte temporarias y no siempre felices, con las que no teníamos nada que hacer.
Que debíamos mucho al Oriente, hace mucho tiempo que Émile MÂLE y otros lo demostraron. El Oriente cristiano (lo dijimos suficientemente) es quien nos ha transmitido la fórmula más justa, más pura y mejor fundada de la orientación cósmica. Una fórmula liberada y liberadora en materia de arquitectura religiosa, en el sentido de que, conformándose a ella de entrada, se evitaban, en el desarrollo de los ritos litúrgicos, .ciertos movimientos de gente, ciertas actitudes molestas y desgarbadas que mostraban :bien el inconveniente de pretender conciliar lo que era difícilmente conciliable, hasta incluso contradictorio, en las basílicas constantinianas occidentadas, a saber, la situación del altar respecto de la asamblea y la obligación para todos, proclamada por los textos de las disposiciones de la Iglesia, de darse vuelta hacia el Oriente para rezar, al menús en ciertos momentos de la liturgia eucarística.
Hay que creer que se lo comprendió bastante rápidamente en Roma y en las regiones de influencia romana como Italia y el África del Norte, puesto que estadísticas como la de MOTHES, referente a las iglesias construidas entre el año 420 aproximadamente y el año 1000, revelan que los 2/3 de ellas estaban verdaderamente orientadas, con ábside al este y fachada al oeste (cfr. Maison-Diéu, nº 70, p. 80, nota 39) . Del otro lado de los Alpes la proporción será mucho mayor aun, y se puede decir que en Francia las iglesias medievales, en su casi :totalidad, tenían su presbiterio al este. Constituían así una referencia precisa para los viajeros "desorientados".
Pero hay otra herencia de la que debemos hablar: da del bêma. Recordemos que las primeras iglesias sirias lo tomaron de las sinagogas. Nosotros lo adoptamos. Se convirtió en el coro de nuestras iglesias occidentales. La única diferencia es que el bêma, lugar de la Palabra, estaba situado en plena nave, bastante lejos del altar, lugar del Sacrificio (de allí la marcha procesional desde el uno al otro cuyo admirable simbolismo hemos exaltado). Mientras que el coro se abre directamente, al menos en la mayoría de las iglesias parroquiales, en el santuario donde se halla el altar. Pero la función es idéntica. En el coro como en el bêma están los asientos del clero y los pupitres para las lecturas. Está también el grupo de los chantres, el Chorus psallentium (choros = coro). Esto, por supuesto, no es sino un esquema. Habría espacio para matizarlo y completarlo, hablar del ambón y del púlpito si nuestro estudio tuviese por objeto el lugar de la Palabra. No es nuestro propósito. No buscamos sino poner en evidencia aquello que, en la estructura de nuestras iglesias, responde a la ley de la orientación. Es el caso de esta evolución del bêma, atraído en cierta manera hacia el este, hacia el altar absidal para convertirse en el coro.
Que esta ley de la orientación haya regido la arquitectura religiosa medieval es lo que se desprende, no sólo de las constataciones hechas por los arqueólogos y los historiadores del arte, sino de los textos patrísticos, como los de HONORIO llama DE AUTUN, en. el siglo xII (De situ ecclesiae, en Gemma Animae, lib. I, cap. 129, P. L. 172, c. 586) ; de SICCARD DE CREMONA, a fines del siglo XIII (De fundatione Ecclesiae, en: Mitrale I, cap. II, P. L. 312, 17); de GUILLERMO DURAND de Men de, en el siglo XIII (Rationale divinorum officiorum, libro V, cap. 2, n° 57). Desde la época carolingia, WALAFRID STRABON (t 849) afirmaba, en su De rebus ecclesiasticis, que era de regla en el país franco el conformarse a la orientación y, por consiguiente, situar al este el presbiterio y el altar. Regla tan fielmente seguida que. los arqueólogos, como lo recuerda LASTEYRIE, designan corrientemente por su situación al norte o al sur a las naves laterales de las iglesias[26].
Esta regla, para los grandes edificios, se aplicaba, no solamente al altar mayor, sino a los altares secundarios de las naves laterales y de los brazos del crucero. Estos estaban siempre adosados a la pared oriental de las capillas o ubicados en las absidiolas abiertas en el muro oriental del crucero.
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- [22] Igual conclusión en F. WIELAND, Altar und Altargrab der christlichen Kirchen im 4, Jahrhundert, Leipzig, 1912, p. 146.
- [23] L'Ambon ou Béma dans les textes de l'Eglise Chaldéene et de l'Eglise Syrienne au moyen áge, Cahiers Arqueologiques, VI, 1952, p. 15.
- [24] ''Architecture et Liturgie, p. 33.
- [25] The Ambo in early liturgical planning. A study with sperial reference to the Syrian Bêma, The Heythrop Journal, Oxford, vol. VII, oct. 1988, pp. 407-427.
- [26] ° L'Arehitecture religieuse en France d lépoque romane, 2* ed., París, Picard, 1929, p. 75.
Capítulo IV
ORIENTACIÓN Y ORNATO DE LAS IGLESIAS
Dilexi decorem domus tuae
"Señor, amé la belleza de tu casa y el lugar donde reside tu gloria": este versículo 8 del Salmo 25 volvía todos los días a los labios del sacerdote en el momento del Lavabo, en la misa tradicional. El nuevo Ordo creyó hacer bien suprimiéndolo. Es verdad que la iglesia ya no es la casa de Dios, sino la del pueblo. En cuanto a su belleza, ¿quién se preocupa por ella en verdad? ¿Lo esencial no es que sea "funcional"?
Y sin embargo, no es solamente el salmo 25 el que así se expresa. Está toda la liturgia de la Dedicación, comenzando por el Introito de la misa, sacado del Génesis (28, 17) . Hic domus Dei est, et porta caeli: la iglesia es a la vez la casa de Dios y la antecámara del cielo. La lectura del capitulo 21 del Apocalipsis la proclama la casa de Dios entre su pueblo (tabernaculum Dei cum hominibus). La elección de los textos escriturísticos de esta fiesta de la Dedicación es admirable, ¡y cuán significantel Está, por ejemplo, la antífona de la Comunión, que es también la segunda de las Vísperas: "Mi casa será llamada una casa de oración" (Mateo 21, 13). A esta casa le corresponde la santidad para todos los tiempos (decet sanctitudo in longitudinem díerum) como lo afirma la primera antífona de las Vísperas, sacada del Salmo 92 (versículo 7). La santidad, pero también la belleza: sícut sponsam ornatam (Apoe. 21, 2), Regina f ormosissima. . . Caelí corusca civitas (himno de Vísperas).
En función de estas verdades fundamentales se armonizaba el esfuerzo conjunto de los arquitectos y de los decorados de nuestras iglesias. Viendo a éstos cubrir los muros con mosaicos y pinturas, o realizar sus admirables vitrales, uno no puede menos de evocar un pasaje del Apocalipsis que forma la quinta antífona de las vísperas de la Dedicación: Lapides pretiosi omnes muri tui, Ierusalem (Apoc. 21, 19), esta Jerusalén bajada del cielo, que vio el mismo San Juan (Apoc. 21, 2), como lo recuerda el capítulo de las Vísperas.
Un ornato jerarquizado
Pero no se tendría sino una idea incompleta de lo que fueron la arquitectura y ,la decoración de las iglesias, si uno se limitase a someterlas a un análisis cronológico y segmentario, que no resultaría sino en un mejor conocimiento del arte religioso en sus formas, sus técnicas y sus temas, y eso de una época y de una región a otras épocas y a otras regiones.
Hay más por descubrir y uno no puede llegar a ello sino planteándose la cuestión de la disposición misma de das formas y de las imágenes en relación, precisamente, a la mística del edificio sagrado como domus Dei cum hominibus y como porta caeli.
Esta mística es reflexiva. Consiste primeramente en una toma de conciencia del espacio sacro, donde todo se subordina al polo dominante que es el ábside orientado. Aun cuando hasta los muros laterales estuviesen desnudos, o más exactamente desprovistos de temas figurativos, el ábside, éste si, se adorna obligatoriamente con referencias que lo definen. Es él caso, por ejemplo, de Santa Sabina de Roma, en la cual sólo el ábside es figurativo.
En plena Edad Media francesa se constata esta prioridad de decoración concedida al presbiterio de la iglesia. Cuando una iglesia rural no tiene los medios para ofrecerse un conjunto de vitrales figurativos en colores, los reserva para el presbiterio y se contenta con grisallas para las naves laterales. Esto es cierto no sólo en las iglesias rurales, sino en las iglesias abaciales, como Saint-Germain-desPrés (según el testimonio de Sauval, en las Antiquites de Paris, en 1724, para la capilla de la Virgen) o en catedrales como la de Metz (de la que tenemos el testimonio del Capítulo en 1524). Es en verdad el ábside el que atrae y debe atraer la mirada: los canónigos de Metz lo afirman claramente.
El ábside orientado evoca el cielo. Será reservado obligatoriamente a una imaginería celestial. Esto es válido no sólo para las iglesias de Oriente, sino para los ábsides de nuestras iglesias románicas. El sacerdote, al celebrar en el altar, verá, si levanta los ojos, alguna representación simbólica de la gloria celestial, alguna evocación teofánica en relación con la Escritura. Celebrará verdaderamente cara a Dios. ¿Quién no siente que tal disposición conviene admirablemente a tantos textos de la Ofrenda y del Canon?
Ya hemos señalado algunos de los temas iconográficos del ábside. Retomaremos el asunto a propósito del más antiguo de ellos: la Cruz, pues conviene dar a las Cruces absidales su verdadera significación.
Por otra parte, hace tiempo que se ha señalado que las escenas del Antiguo Testamento ocupan de preferencia el lado septentrional de las iglesias, y las del Nuevo Testamento el lado meridional.
Finalmente, que haya una relación entre los temas iconográficos del ábside y los de la fachada occidental o del nartex, es lo que diremos enseguida
La ejemplaridad del Oriente cristiano
André GRABAR ha mostrado cómo, en las iglesias bizantinas, la decoración figurativa interior de la nave y del coro se ordenaba simbólicamente en función de los temas cristológicos del ábside[27]. Esta disposición pretendía ser a la vez jerárquica y convergente: jerárquica en la elección y la ubicación de los temas y de los personajes sagrados, convergente hacia el lugar del Encuentro escatológico de la Jerusalén terrestre y de la Jerusalén celestial. La Iglesia es un microcosmo[28], el cual, en el limitado espacio que le está reservado, enuncia el misterio del destino en Dios del mundo creado. La iglesia es el lugar de la reunión del mundo de los vivos y del cortejo de los santos, de la Iglesia visible y de la Iglesia invisible, de la Iglesia militante y de la Iglesia triunfante.
En Occidente
Se acostumbra oponer el Occidente al Oriente, diciendo, por ejemplo, que el Occidente ha estado siempre más sensibilizado que el Oriente al carácter didáctico de la decoración figurada en sus lugares de culto. Se esquematiza, afirmando que, en su arte como en su liturgia, el Oriente cristiano pone la alabanza en primer plano, mientras que en Occidente lo que domina es el razonamiento teológico y la información doctrinal. La iconografía occidental sería ante todo, en la Edad Media, una iconografía de enseñanza, un catecismo en imágenes. Es verdad, en una cierta medida. Pero desconfiemos de las categorías. Observando de cerca la disposición de los temas, se nota que su disposición está sometida a preocupaciones del mismo orden de una zona a la otra de la cristiandad, principalmente en la época románica. El Padre CONGAR escribió no hace mucho a propósito de la liturgia que su carácter didáctico sigue siendo siempre secundario. Sucede lo mismo con la iconografía monumental.
A solis ortu usque ad occasum
Pero sobre todo no se dejará de observar que ambas ocupan el polo occidental de la iglesia. Esta coincidencia no es fortuita. No es tampoco por casualidad que se clausura el año litúrgico con la lectura del capítulo 24 de San Mateo, quien de los Evangelistas es quien nos da la visión más grandiosa del fin de los tiempos.
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- [27] Fue uno de los temas tratados por André GRABAR durante una serie de conferencias que dio hace algunos años, en el Instituto Católico de París, dentro de los cursos del Instituto de Liturgia.
- [28] En sus Recherches sur les sources juives de l'art paleo‑chrétien [Investigaciones sobre las fuentes judías del arte paleocristianol, André GRASAS recuerda, a propósito del simbolismo cósmico de las iglesias, un poema sirio de fines del siglo vi, que asimila Santa Sofía de Edesa a un microcosmo (Cahiers Arehéologiques, XII, p. 149)
- [29] Es lo que hicimos en nuestro estudio sobre Le ]ugement Demier (El juicio final), París, 1964, p. 64 ss.
Signo del Hijo del hombre
"Entonces aparecerá en el cielo el signo del Hijo del hombre" (Mateo 24, 301. El signo del Hijo del hombre es la Cruz"[30].
Ya hablamos de ella en el capitulo primero. Retomamos el asunto sin temor de repetirnos, tan central es para toda nuestra vida cristiana el misterio de la Cruz y tan capital el meditar su significación y exaltar su riqueza.
Aislada en el espacio celeste que representa el ábside, la cruz es, como escribe el Padre LANNE, el "símbolo escatológico por excelencia"[31]. Es la primera cronológicamente y la más difundida de todas las imágenes absidales. Se la encuentra tanto en Santa Pudenciana de Roana como en Santa Irene de Constantinopla. En los santuarios de Ravena brilla con sus oros y sus gemas en el azul tachonado de estrellas. Sin duda en el gran mosaico de San Apolinario in Classe, el tema absidal es la Transfiguración, pero, en lugar de Cristo aparece una gran Cruz luminosa con el busto del Salvador en el brazo. Esta Cruz que adoran Moisés y Elías, y que contemplan tres ovejas que simbolizan a los apóstoles privilegiados, toma aquí el sentido evidente de una prefiguración de la Teofanía del gran retorno.
El culto de la Cruz data de los orígenes de la Iglesia. El uso de la señal de la Cruz trazada sobre la frente lo atestigua San Basilio como procedente de los tiempos apostólicos. En su libro sobre Les symboles chrétiens primitifs(ed. du Seuil, 1961), el Padre DANIÉLOU escribe: "La señal de la Cruz apareció en el origen no como uña alusión a la Pasión de Cristo, sino como .una designación de su gloria divina... y los cuatro brazos de la Cruz aparecerán como el símbolo del carácter cósmico de su acción salvífica".
PETERSON ha mostrado cuán ligados están el culto de la Cruz y el uso de rezar hacia el Oriente[32]. La conveniencia mística que asocia la oración hacia el Oriente con esta visión del signo que, mejor que cualquier otro, lleva en sí la suprema esperanza, aparece expresada en el siglo u en san Justino y en San Ireneo. Desde el comienzo, la Iglesia ve en la Cruz el doble símbolo de la obra de salvación cumplida por Cristo y de su venida gloriosa al fin del mundo. Muy naturalmente, la Cruz gloriosa, signo de unión, será la imagen absidal por excelencia. San PAULINO DE NOLA, en el siglo IV, nos dice que la Cruz que ha hecho pintar en el ábside de la basílica de Funda simboliza el juicio. Antes de él, San EFRÉN (+ hacia 375) fija para los artistas un programa al que, de siglo en siglo, deberán permanecer fieles: "Esta preciosa Cruz ‑escribe- aparecerá en el cielo, pródromo de la segunda venida del Señor, como el cetro de Cristo gran rey, la señal del Hijo del hombre. Se mostrará la primera, escoltada por el ejército de los ángeles, iluminando la tierra entera de una extremidad a otra, superando el brillo del sol y anunciando la venida del dueño de todas las cosas, Cristo". Apenas acababa de desaparecer San Efrén, cuando San JUAN CRISÓSTOMO se expresaba en términos casi idénticos[33]. Todo esto se vuelve a encontrar en los textos litúrgicos de la fiesta del 14 de septiembre, tanto en los ritos latinos como en los de Bizancio. Y, esta vez, la liturgia latina no le cede en nada, en materia de lirismo y de esplendor, a las liturgias orientales.
De la Cruz del Gólgota a la Cruz gloriosa
Por cierto, uno no se hubiera imaginado antes que el celebrante pudiese dar la espalda a este tema absidal tan rico en su simbolismo y tan apremiante como llamado a la contemplación.
Adivino sin embargo la objeción. En muchas de muestras antiguas iglesias se eleva, en el límite de la nave y del coro, dominando a la asamblea, ya sea una arcada, ya sea una viga transversal, llamada viga de gloria (o tref, o "pértiga"), en la cual se ha colocado a Cristo en la cruz, generalmente rodeado de la Virgen y de San Juan. Al celebrar de espaldas al pueblo, el sacerdote da también la espalda -así se dirá- al grupo del Calvario y por consiguiente a la Cruz. Esto es inexacto, pues la viga de gloria domina a la asamblea y el recuerdo del sacrificio de la Cruz tiene por único objeto introducir a aquélla en el corazón del misterio de la Redención, afirmando el carácter sacrificial de la misa, de conformidad con la fe de la Iglesia. El Concilio de Trento se expresó así: "El sacrificio que se ofrece sobre el altar es el mismo que fue ofrecido sobre el Calvario: es el mismo sacerdote y la misma víctima".
Es así y no de otra manera que hay que interpretar la imagen del divino Crucificado a la entrada del lugar sagrado donde se van a celebrar los santos misterios del altar.
Y esta Cruz de sufrimiento, figura de la Oblación, debería encaminarnos hacia la Cruz gloriosa, "signo luminoso de la victoria", como la proclama un tropario de la liturgia bizantina del 14 de septiembre. Entre las dos se ubica el altar como un relevo que, "a .través de la eucaristía de la Cruz" según la expresión del Padre Bouyer[34], nos transporta hacia la plenitud de la obra de Salvación. La muerte en la Cruz no es un final, sino una etapa hacia ,la Resurrección gloriosa, prenda de nuestro propio destino, sobre el cual nuestro Credo nos dice que no se cumplirá verdaderamente sino en ocasión del advenimiento del Reino que no tendrá fin.
Si yo tuviese el honor (y la capacidad) de ser el maestro de obras de una iglesia .por construir, seguramente elegiría la Cruz gloriosa como ornato del presbiterio oriental del edificio, más allá del altar. Y seguiría fiel a la implantación del "tref" con la efigie del divino Crucificado, más acá del santuario. ¿El doble simbolismo de la Cruz no encuentra así su más hermosa expresión?
Y no dudaría sobre la ubicación del baptisterio. Su ligar, su único lugar está en la entrada occidental del edificio, allí donde, como escribe también el Padre Boyer, "se efectúa el paso del mundo de las tinieblas al mundo de la luz"[35]. Y continúa: "El acceso a la iglesia por el nartex, y más precisamente, a través del mar o del Jordán simbólico del baptisterio, termina de precisar ese dinamismo inherente a la celebración cristiana: implica el paso de este mundo a otro mundo, o más bien, el paso del mundo... al siglo futuro".
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- [30] Nos permitimos tomar una parte de lo que se indica a continuación del capítulo sobre la Cruz de nuestra obra sobre el jugement Demier (p. 85 ss.), donde se encontrarán desarrollos más amplios sobre este tema.
- [31] Dom E. LANNE, Le ]ugement Dernier dans l'Art, Revista Istina, 1958, n° 2, pp. 153‑183.
- [32] E. PETERSON, La croce e la Preghiera verso 1'Oriente, Ephem. liturg., nº 59, 1945
- [33] In Matt. Homil., 54; Homil. prima de Cruce et latrone.
- [34] Le rite et l'homme, Ed. du Cerf, 1962, p. 235.
- [35] Le rite et l'homme, p. 253.
Capítulo V
¿CARA A DIOS O CARA A LOS HOMBRES?
A. CONCILIO Y POSTCONCILIO
Hasta aquí hemos tratado de mostrar la conveniencia de la misa cara a Dios, apelando a la autoridad de la Escritura y de los Padres, y evocando la larga y unánime tradición referida a la celebración hacia el Oriente.
Desde hace pocos años, asistimos, en la Iglesia latina; a una ruptura masiva y brutal con esta tradición. Una vez más, este viraje total pretende encontrar su justificación en una especie de iluminación que tiene su fuente en el último Concilio. Como si de golpe el Espíritu Santo hubiese revelado a los católicas lo que ignoraban desde el comienzo: la significación de la celebración eucarística.
A decir verdad, hacía ya algún tiempo que los altares comenzaban a darse vuelta. Cuando un eclesiástico en la onda tomaba posesión de un lugar de culto, era una de las primeras reformas que pedía, o más bien que imponía, y ello con la aprobación de lo que se llamaba entonces el C.P.L. [Centro de Pastoral Litúrgica] (antes de intercalar, entre la C y la P, esa N de prestigio que corresponde a Nacional y no, como podrían insinuarlo algunos espíritus malévolos, a Novador, o incluso a provocador de Naufragios [Naufrageur], desolador [Navrant] o Nefasto).
Se buscaría en vano en los decretos del Vaticano II un texto que normalice esta innovación. Pero, como es sabido, lo que cuenta no el lo que dicen los textos, sino lo que se quiere que digan. Ya no se está con la letra, ni siquiera con el espíritu del concilio, sino, como escribía uno de los teóricos de la nueva liturgia, con su "dinámica"[36]. En suma, la exégesis ya no tiene por ley el respeto de la cosa escrita, sino su manipulación.
Aparece claramente que esta manipulación es la que ha creado él mito conciliar y la que ha difundido en el pueblo cristiano cierta imagen del concilio, cierta interpretación de sus decisiones. Estas, aun mismo cuando se desarrollaban las sesiones, eran ya desviadas en el sentido querido por una intelligentsia todopoderosa. Fue ella la que gobernó la opinión. Fue a través del prisma deformante de sus comentarios y de sus directivas prácticas que el pueblo cristiano fue convidado a considerar el rostro del concilio y a conformarse a sus enseñanzas. Estamos en .buen lugar en UNA Voce para dar de esto un ejemplo preciso. ¿No se nos ha reprochado bastante que al luchar por la salvaguardia del latín y del gregoriano estábamos en rebelión contra el Vaticano II? He sufrido personalmente ese reproche de .parte de católicos fervorosos y de buena fe, que no habían leído nunca los artículos 36 y 116 de la Constitución conciliar, pero a quienes se les había hecho creer que el latín había sido prohibido por aquellos mismos que lo declaraban solemnemente la lengua propia de la Iglesia.
El concilio pretendía ser pastoral y no doctrinal. El postconcilio ha sido lo uno y lo otro, y lo que podemos afirmar, lo que pueden afirmar todos aquellos que tienen ojos para ver y oídos para escuchar, es que ha introducido el desorden en los dos campos: la doctrina y la pastoral. En su audiencia general del 28 de enero de 1976, Pablo VI actualizaba, al citarla, la obra escrita en 1968 por el Padre Bouyer sobre La décomposition du catholicisme. En ocho años, las cosas no han hecho sino agravarse. En el campo de la pastoral, el abandono del latín, de lo que se esperaba tanto para dar a la liturgia una nueva primavera, le ha valido, como primavera, aquí la sequía, en otra parte la tempestad, un poco por todos lados un florecimiento anárquico, casi salvaje, incontrolado, de malezas y de plantas venenosas bajo las cuales se marchita y muere la buena semilla. ¡Linda primavera, en verdad!
El abandono del latín, por cierto, no es lo único en cuestión, pero tiene su valor de test, y se encuentra implicado directamente, entre otras medidas, en el error modernista que pone en grave peligro la sustancia misma de la fe. Este error, como el diablo, es legión. Como la hidra, tiene múltiples cabezas. Una de esas cabezas tiene por rostro: la apertura al mundo. Otra: el desprecio de lo Sagrado. Otra: el ecumenismo mal comprendido. Aun otra: un rostro que se parece mucho al precedente, borrado todo ingenuo candor, a saber, el rostro de la herejía protestante.
Llegamos así, después de haberlo situado por todo lo precedente, al centro mismo de nuestro debate. De entrada, afirmamos esto: el haber dado vuelta al altar, por pretexto en unos, por razón sincera en otros, de una mejor participación litúrgica, es en realidad una concesión peligrosa al modernismo. Es una etapa. Es un "signo de pista", cuyo alcance no se capta bastante, en el camino que lleva a la alteración profunda de la doctrina de la misa, a fin de unirse a aquellos que, por su parte, no están decididos a ninguna concesión doctrinal, dicho de otra manera, que siguen y seguirán estando en la herejía y que sólo piden atraernos a ella.
Se volverá sobre esto más adelante, pero, como en todo debate, debemos primeramente exponer los argumentos, buenos o malos (pues no todo debe rechazarse), de los partidarios de la misa cara al pueblo.
B. LAS MALAS RAZONES
1. Estar en comunión con los fieles
Es inútil volver sobre el argumento "romano" (el altar mayor de San Pedro en Roma, por ejemplo). Ya hablamos bastante sobre esto en el capítulo III.
Un dominico me decía un día: "Desde que celebro cara al pueblo, me pregunto cómo he podido antes hacerlo de otra manera. Verdaderamente necesito tener a los fieles ante mí, y sentirme en comunión con ellos". Esto completa otra reflexión coincidente, de un cura párroco que hemos citado en UNA Voce, nº 60, pp, 3-6: "Ya estaba cansado de celebrar ente un muro".
Si estas líneas caen ante los ojos de este sacerdote, espero que se servirá admitir que lo que él toma por un "muro", en su interpretación puramente funcional del edificio-iglesia, puede ser comprendido muy de otra manera. Lo que merece señalarse es esa "necesidad" de estar cara a los fieles. ¿Quién se cree pues este dominico? ¿Un actor, un conferencista, un demostrador? ¿Es acaso la misa un espectáculo? ¿Y qué se quiere demostrar a los espectadores: cómo se opera la transubstanciación??? ¿Cómo se hace la fracción de la hostia? ¿Cómo procede el sacerdote para comulgar bajo las dos especies? ¿Acaso tiene necesidad el pueblo de ver eso para creer? ¿Hay que pensar que antiguamente estábamos muy mal informados de los ritos sacramentales y que los fieles tienen ahora mucha suerte? ¡Vamos pues! La única mirada capaz de contemplar el misterio es la mirada interior de la fe, y si necesita referencias visibles y audibles, que yo sepa no le faltaban hasta hace poco cuando la misa estaba en el buen sentido. No, verdaderamente no veo en qué dar vuelta al altar facilita el acceso al mysterium fidei.
Pienso por el contrario que, en esta misa donde se ve todo, hay un peligro de considerar los gestos del celebrante por sí mismos, de verse tentado a humanizarlos, de detenerse en su expresión formal, de considerar a quien los realiza, en función no de su misión sagrada, sino de la manera como los lleva a cabo. En la misa cara al pueblo, la cual no puede no ser una misa-espectáculo, hay siempre para los fieles, quiérase o no, una incitación a la critica en el sentido etimológico de la palabra, que significa juzgar. No digo que este peligro esté totalmente ausente cuando el celebrante vuelve la espalda a los fieles, pero se encuentra infinitamente reducido, y quienes no comparten el punto de vista del autor de éstas líneas, se servirán reconocerlo.
Se servirán reconocer igualmente que lo que es un peligro para los fieles, lo es también para el celebrante. Y llego así a otro argumento que con frecuencia se escucha para justificar la misa cara al pueblo.
2.- Una mejor calidad de los gestos litúrgicos
Se dice que el hecho de ser mejor visto por todos obliga al celebrante a más dignidad, a una mayor atención, a un mejor control de su porte y de sus gestos, a una toma de conciencia más exigente de su papel y de sus responsabilidades frente a quienes lo miran, y que todo eso no puede sino mejorar la calidad de la celebración litúrgica. Se dice igualmente que el hecho de pronunciar los textos en voz alta, sobre todo si se dice la misa en vernáculo, lo obliga a articular mejor las palabras, poniendo en ellas el tono conveniente. No lo discuto. Reconozco de grado que el hecho de no estar bajo la mirada directa de los fieles es de naturaleza capaz de favorecer ciertas imperfecciones y negligencias, ocultándolas en mayor o menor grado, y que las misas denominadas "rezadas" no tenían siempre la calidad deseada, sobre todo en una época en la que rio abundaba la participación de los fieles y en los lugares donde dominaba una formalidad dominical de rutina o de conveniencia.
Pero, para el sacerdote que celebra cara al pueblo y que se sabe mirado, existe el riesgo de "hacerlo con pose". Este riesgo es máximo en las misas televisadas. ¿Cómo podría 'ser de otra manera cuando, en lugar de su grupo habitual de fieles, el celebrante sabe que es el punto de mira de miles de rostros, los primeros planos de la cámara haciendo de él una vedette? Es éste un caso extremo, sin duda. Pero pone de relieve el aspecto espectáculo de la misa cara al pueblo, en la cual con demasiada frecuencia, incluso ante una reducida asistencia, las entonaciones y los gestos del celebrante parecen estudiados como los de un actor, con una búsqueda de la forma que sobrepasa la simple preocupación de la dignidad. Esto es a veces tan sensible que uno se pregunta si tal misa debiera concluir no con "Id en la paz de Cristo", sino con un "¿Me viste?".
De todas ,maneras, hay un gesto que me parece embarazoso, incluso inconveniente, ofrecer en espectáculo: el de la manducación de la hostia grande. Algunos celebrantes lo sienten muy bien. Por eso, para llevarla a cabo, se inclinan fuertemente sobre el ara del altar.
8. El falso argumento de la Cena
Todos hemos escuchado decir a los partidarios de la misa cara al pueblo que la tarde del jueves Santo; en la última Cena, Cristo no daba la espalda a sus apóstoles. Éstos estaban reunidos alrededor de Él, sentados en la misma mesa.
Aquellos para quienes la misa es sólo una comida comunitaria no podían dejar de traer este argumento. Lamentablemente, si caen así en la herejía en materia dogmática, no están menos en el error en punto a historia. Quizás toman por referencia alguna representación de la Cena en el arte medieval. Si estuviesen mejor informados de la disposición de la mesa y de la distribución de los comensales en una comida en la Antigüedad, verían que Cristo no estaba de ninguna manera cara a los apóstoles, ni tampoco por otra parte les daba la espalda.
La célebre Cena de Leonardo de Vinci muestra a los apóstoles a un lado y otro de Jesús, de un solo lado de una mesa rectangular. Otras obras no menos conocidas, la Cena de Philippe de Champaigne por ejemplo, destacan de igual manera el primer plano, dejando sin ocupar (o solamente ocupado en sus dos extremos) el lado de la mesa opuesto a Cristo. No es esto sin duda sino una decisión de composición, destinada a destacar ampliamente, para quienes miran el cuadro, a Cristo y sus vecinos inmediatos. Pero los artistas, sin dejar de cometer un anacronismo con su mesa rectangular, adaptaban sin embargo una parte de la disposición histórica de la Cena, tal como la podemos imaginar según los usos del tiempo. La mesa debía ser de forma aproximadamente semicircular, en sigma griega, manteniéndose los comensales de un solo lado, es decir, del lado exterior, convexo, sirviéndose la mesa del lado de la concavidad. Así pues, Cristo no estaba de cara a los apóstoles, lo que no dañaba de ninguna manera por ello las relaciones de intimidad del Maestro y de sus comensales.
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- [36] En virtud de esta "dinámica" se constituyó el régimen actual de adaptación continua y de incesante creatividad, y se instaló en la Iglesia esa "revolución litúrgica permanente", recientemente denunciada por el Padre Bruckberger (Cfr. L'Aurore, del 11 de marzo de 1976).
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