01/XII SAN ELOY, Obispo y Confesor

01 de Diciembre

SAN ELOYObispo y Confesor

 

Haga cada uno lo que le es propio, trabaje

con sus manos como lo hemos ordenado. 

(1 Tesalonicenses, 4, 11)


   San Eloy, nacido cerca de Limoges hacia el año 590 fue, primeramente, orfebre. Hizo dos tronos para Clotario II con el oro destinado para uno solo y esta probidad le valió el puesto de platero del rey. Nombrado obispo de Noyon, en el año 640, nunca iba a la corte de Dagoberto sin haber orado, y un cortejo de pobres lo seguía. Sus austeridades, sus lágrimas, sus milagros y sus predicaciones sobre los cuatro fines del hombre convirtieron a una muchedumbre de idólatras. Murió en el año 659.
          
MEDITACIÓN
SOBRE EL TRABAJO

 I. El hombre ha nacido para trabajar. Mandó Dios a Adán que cultivase la tierra, y nadie, sea cual fuese su posición, escapa a la ley del trabajo. Imita a Jesucristo que trabajaba con San José en el taller de Nazaret; es el medio para hacerte agradable a Dios, útil a los demás y a ti mismo. Quien trabaja, decían los Padres del desierto, no tiene para combatir sino al demonio de la ociosidad; el que está ocioso, es tentado por todos los otros demonios, porque la ociosidad es la madre de todos los vicios.
   
II. Trabaja como hacia San Eloy, ofreciendo a Dios tu trabajo al comienzo del día y de cada una de tus acciones. De tiempo en tiempo renueva esta intención; si hay algo que sufrir, ofrécelo a Jesús crucificado. Terminada tu tarea, examínate y pide perdón a Dios por las faltas que hayas cometido: he aquí el medio para santificar tu trabajo y acumular méritos para la eternidad. Hazlo así en todas tus ocupaciones, tanto corporales como espirituales, sean las que fueren.
   
III. No emprendas demasiadas cosas, el exceso de trabajo es tan contrario a la salud como la ociosidad. En efecto, traba tu espíritu con infinidad de afanes que ahogan la devoción y te privan de todo tiempo para pensar en Dios. Recuerda siempre que una sola cosa es necesaria: trabajar en tu salvación. ¿Cómo lo haces tú? Buscas las riquezas, y aunque mucho te hayas afanado, tal vez no las encontrarás; pero a Dios, lo encontrarás siempre que quieras. (San Agustín).

El recogimiento.
Orad por los que os gobiernan.

ORACIÓN
   Haced, oh Dios omnipotente, que la augusta solemnidad del bienaventurado Eloy, vuestro confesor pontífice, aumente en nosotros el espíritu de piedad y el deseo de la salvación. Por J. CN. S. Amén.

30/XI SAN ANDRÉS, Apóstol

30 de Noviembre

SAN ANDRÉS, Apóstol


Líbreme Dios de gloriarme, sino en la cruz
de Nuestro Señor Jesucristo.
(Gálatas, 6,14).


 San Andrés, pescador de Betsaida en Galilea, hermano de Simón Pedro y, primero, discípulo de San Juan Bautista, fue, después de la Ascensión, a predicar el Evangelio en Tracia, en Escitia y, después, en Orecia. Fue apresado bajo Nerón, azotado varias veces y por fin, condenado a morir crucificado. Regaló sus vestiduras al verdugo y, en cuanto vio la cruz, la abrazó exclamando: "¡Oh buena cruz, cuánto tiempo hace que te deseo!" Desde lo alto de ella predicó durante dos días el Evangelio a la multitud que presenciaba su suplicio.

MEDITACIÓN SOBRE LA CRUZ
DE SAN ANDRÉS

I. San Andrés había deseado durante mucho tiempo la cruz, y había preparado su espíritu para recibirla. Imita esta santa previsión y prepárate para padecer valerosamente las más duras pruebas. Pide a Dios que te castigue según su beneplácito. Si te escucha, la cruz te será dulce; si no te escucha, no por eso quedarán sin recompensa tus buenos deseos. Di con San Andrés: Oh buena Cruz, oh Cruz por tanto tiempo deseada, sepárame de los hombres para devolverme a mi Maestro, a fin de que Aquél que me ha redimido por la cruz, me reciba por la cruz.
   
II. San Andrés se alegró a la vista de su cruz porque debía morir como su divino Maestro. Cuando veas tú que se te aproximan la cruz y los sufrimientos, que este pensamiento te fortifique. Jesús ha padecido todos estos tormentos y mucho más crueles aun, para endulzarme su amargura. En lugar de imitar a este santo Apóstol, ¿no tiemblas tú, acaso, a la vista de las cruces y de las aflicciones?
  
III. Considera que no es San Andrés quien lleva la cruz, sino la cruz la que lleva a San Andrés. Si llevas tú la cruz como él, ella te llevará, no te incomodará, te ayudará a evitar los peligros del mundo. Si no llevas tu cruz con alegría y buena voluntad, será preciso que la arrastres gimiendo. Nadie está exento de cruz en este mundo; siente menos su pesadez quien la lleva alegremente por amor a Dios. La cruz es un navío; nadie puede atravesar el mar del mundo si no es llevado por la cruz de Jesucristo. (San Agustín).

El amor a la Cruz.
Orad por la conversión de Inglaterra.

ORACIÓN
   Oíd nuestras humildes plegarias y concedednos, Señor, que el Apóstol San Andrés, que instruyó y gobernó a vuestra Iglesia, interceda continuamente por nosotros ante el trono de vuestra divina Majestad. Por J. C. N. S. Amén.

29/XI SAN SATURNINO, Mártir

29 de Noviembre

SAN SATURNINO, Mártir


Los hijos de este siglo son más sagaces,
en sus negocios, que los hijos de la luz.
(Lucas, 16, 8)

   San Saturnino fue detenido y arrojado en una prisión durante la persecución de Diocleciano. Después de haber sufrido mucho en su mazmorra, fue sacado de ella para ser extendido en el potro; pero como las torturas ordinarias no podían doblegarlo a sacrificar a los dioses, le machucaron el cuerpo a bastonazos y le quemaron los costados con antorchas ardientes. Por fin fue decapitado junto con el diácono Sisino, y sus cuerpos fueron enterrados a dos millas de Roma, en la vía Salariana, el año 309.

MEDITACIÓN
SOBRE LA VERDADERA
PRUDENCIA DEL CRISTIANO

I. La verdadera prudencia del cristiano consiste en regular la vida según las máximas del Evangelio; hay que mirar las cosas de este mundo con los ojos de la fe. El hombre político, el médico, el orador si- guen las reglas de su respectivo arte: iSólo el cristiano quiere hacer profesión de cristianIsmo sin ob- servar sus preceptos! Se declara discípulo del Evangelio no obstante vivir una vida contraria al Evangeio. Leen el Evangelio y se entregan a la impureza; se dicen discípulos de una ley santa y llevan una vida criminal. (Salviano).

II. ¿De qué proviene que no obremos según las máximas del Cielo? Es que no meditamos lo suficiente. ¿Podríamos acaso amar las riquezas y los placeres, si pensásemos seriamente en la muerte que está próxima, en el juicio que le sigue, en la eternidad de dicha o de infelicidad que será nuestra herencia?

III. Sería menester meditar cada día una verdad del Evangelio y elegir una de ellas en particular con la que entretuviésemos nuestra alma, que fuera como nuestro lema y nuestro grito de guerra en nuestra lucha contra el demonio. Los santos tuvieron su divisa particular, San Francisco: Mi Dios y mi todo; Santa Teresa: O padecer o morir; San Ignacio de Loyola: A la mayor gloria de Dios; el cardenal de Bérulle: Nada mortal para un corazón inmortal. Siguiendo el ejemplo de estos grandes hombres, elige en la Escritura o en los Padres una palabra y no la pierdas de vista. ¿De qué sirve al hombre ganar todo el universo, si llega a perder su alma?

El deseo de la sabiduría.
Orad por los prisioneros.

ORACIÓN
   Oh Dios, que nos concedéis la alegría de celebrar el nacimiento al cielo del bienaventurado Saturnino, vuestro mártir, concedednos la gracia de ser asistidos por sus méritos. Por J. C. N. S. Amén.

28/XI SANTA CATALINA LABOURÉ, Virgen

28 de Noviembre

SANTA CATALINA LABOURÉVirgen
(1876 P.C.)


La capilla de las apariciones de la Medalla Milagrosa se encuentra en la rue du Bac, de París, en la casa madre de las Hijas de la Caridad. Es fácil llegar por "Metro". Se baja en Sevre-Babylone, y detrás de los grandes almacenes "Au Bon Marché" está el edificio. Una casona muy parisina, como tantas otras de aquel barrio tranquilo. Se cruza el portalón, se pasa un patio alargado y se llega a la capilla.
   La capilla es enormemente vulgar, como cientos o miles de capillas de casas religiosas. Una pieza rectangular sin estilo definido. Aún ahora, a pesar de las decoraciones y arreglos, la capilla sigue siendo desangelada.
   Uno comprende que la Virgen se apareciera en Lourdes, en el paisaje risueño de los Pirineos, a orillas de un río de alta montaña; que se apareciera inclusive en Fátima, en el adusto y grave escenario de la "Cova de Iría"; que se apareciera en tantos montículos, árboles, fuentes o arroyuelos, donde ahora ermitas y santuarios dan fe de que allí se apareció María a unos pastorcillos, a un solitario, a una campesina piadosa...
   Pero la capilla de la rue du Bac es el sitio menos poético para una aparición. Y, sin embargo, es el sitio donde las cosas están prácticamente lo mismo que cuando la Virgen se manifestó aquella noche del 27 de noviembre de 1830.
   Yo siempre que paso por París voy a decir misa a esta capilla, a orar ante aquel altar "desde el cual serán derramadas todas las gracias", a contemplar el sillón, un sillón de brazos y respaldo muy bajos, tapizado de velludillo rojo, gastado y algo sucio, donde lo fieles dejan cartas con peticiones, porque en él se sentó la Virgen.
   Si la capilla debe toda su celebridad a las apariciones, lo mismo podemos decir de Santa Catalina Labouré, la privilegiada vidente de nuestra Señora. Sin esta atención singular, la buena religiosa hubiera sido una más entre tantas Hijas de la Caridad, llena de celo por cumplir su oficio, aunque sin alcanzar el mérito de la canonización. Pero la Virgen se apareció a sor Labouré en la capilla de la casa central, y así la devoción a la Medalla Milagrosa preparó el proceso que llevaría a sor Catalina a los altares y riadas de fieles al santuario parisino. Y tan vulgar como la calle de Bac fue la vida de la vidente, sin relieves exteriores, sin que trascendiera nada de lo que en su gran alma pasaba.
   Catalina, o, mejor dicho, Zoe, como la llamaban en su casa, nació en Fain-les-Moutiers (Bretaña) el 2 de mayo de 1806, de una familia de agricultores acomodados, siendo la novena de once hermanos vivientes de entre diecisiete que tuvo el cristiano matrimonio.
   La madre murió en 1815, quedando huérfana Zoe a los nueve años. Ha de interrumpir sus estudios elementales, que su misma madre dirigiera, y con su hermana pequeña, Tonina, la envían a casa de unos parientes, para llamarlas en 1818, cuando María Luisa, la hermana mayor, ingresa en las Hijas de la Caridad.
   -Ahora -dice Zoe a Tonina-, nos toca a nosotras hacer marchar la casa.
   Doce años y diez años..., o sea, dos mujeres de gobierno. Parece milagroso, pero la hacienda campesina marcha, Había que ver a Zoe en el palomar entre los pichones zureantes que la envuelven en una aureola blanca. O atendiendo a la cocina para tener a punto la mesa, a la que se sientan muchas bocas con buen apetito. Otras veces hay que llevar al tajo la comida de los trabajadores.
   Y al mismo tiempo que los deberes de casa, Zoe tiene que prepararse a la primera comunión. Acude cada día al catecismo a la parroquia de Moutiers-Saint-Jean, y su alma crece en deseos de recibir al Señor. Cuando llega al fin día tan deseado, Zoe se hace más piadosa, más reconcentrada. Además ayuna los viernes y los sábados, a pesar de las amenazas de Tonina, que quiere denunciarla a su padre. El señor Labouré es un campesino serio, casi adusto, de pocas palabras. Zoe no puede franquearse con él, ni tampoco con Tonina o Augusto, sus hermanos pequeños, incapaces de comprender sus cosas.
   Y ora, ora mucho. Siempre que tiene un rato disponible vuela a la iglesia, y, sobre todo, en la capilla de la Virgen el tiempo se le pasa volando.
   Un día ve en sueños a un venerable anciano que celebra la misa y la hace señas para que se acerque; mas ella huye despavorida. La visión vuelve a repetirse al visitar a un enfermo, y entonces la figura sonriente del anciano la dice: "Algún día te acercarás a mí, y serás feliz". De momento no entiende nada, no puede hablar con nadie de estas cosas, pero ella sigue trabajando, acudiendo gozosa al enorme palomar para que la envuelvan sus palomos, tomando en su corazón una decisión irrevocable que reveló a su hermana.
   -Yo, Tonina, no me casaré; cuando tú seas mayor le pediré permiso a padre y me iré de religiosa, como María Luisa.
   Esto mismo se lo dice un día al señor Labouré, aunque sacando fuerzas de flaquezas, porque dudaba mucho del consentimiento paterno.
   Efectivamente, el padre creyó haber dado bastante a Dios con una hija y no estaba dispuesto a perder a Zoe, la predilecta. La muchacha tal vez necesitaba cambiar de ambiente, ver mundo, como se dice en la aldea.
   Y la mandó a París, a que ayudase a su hermano Carlos, que tenía montada una hostería frecuentada por obreros.
   El cambio fue muy brusco. Zoe añora su casa de labor, las aves de su corral y, sobre todo, sus pichones y la tranquilidad de su campo. Aquí todo es falso y viciado. ¡Qué palabras se oyen, qué galanterías, qué atrevimientos!
   Sólo por la noche, después de un día terrible de trabajo, la joven doncella encuentra soledad en su pobre habitación. Entonces ora más intensamente que nunca, pide a la Virgen que la saque de aquel ambiente tan peligroso.
   Carlos comprende que su hermana sufre, y como tiene buen corazón quiere facilitarla la entrada en el convento. ¿Pero cómo solucionarlo estando el padre por medio?
   Habla con Huberto, otro hermano mayor, que es un brillante oficial, que tiene abierto un pensionado para señoritas en Chatillon-sur-Seine. Aquella casa es más apropiada para Zoe.
   El señor Labouré accede. Otra vez el choque violento para la joven campesina, porque el colegio es refinado y en él se educan jóvenes de la mejor sociedad, que la zahieren con sus burlas. Pero perfecciona su pronunciación y puede reemprender sus estudios que dejara a los nueve años.
   Un día, visitando el hospicio de la Caridad en Chatillon, quedó sorprendida viendo el retrato del anciano sacerdote que se le apareciera en su aldea. Era un cuadro de San Vicente de Paúl. Entonces comprendió cuál era su vocación, y como el Santo la predijera, se sintió feliz. Insistió ante su padre, y al fin éste se resignó a dar su consentimiento.
   Zoe hizo su postulantado en la misma casa de Chatillon, y de allí marchó el día 21 de 1830 al "seminario" de la casa central de las Hijas de la Caridad en París.
   A fines del noviciado, en enero de 1831, la directora del seminario dejó esta "ficha" de Zoe, que allí tomó el nombre de Catalina: "fuerte, de mediana talla; sabe leer y escribir para ella. El carácter parece bueno, el espiritu y el juicio no son sobresalientes. Es piadosa y trabaja en la virtud".
   Pues bien: a esta novicia corriente, sin cualidades destacables, fue a quien se manifestó repetidas veces el año 1830 la Virgen Santísima.
   He aquí cómo relata la propia sor Catalina su primera aparición:
   "Vino después la fiesta de San Vicente, en la que nuestra buena madre Marta hizo, por la víspera, una instrucción referente a la devoción de los santos, en particular de la Santísima Virgen, lo que me produjo un deseo tal de ver a esta Señora, que me acosté con el pensamiento de que aquella misma noche vería a tan buena Madre. ¡Hacía tiempo que deseaba verla! Al fin me quedé dormida. Como se nos había distribuido un pedazo de lienzo de un roquete de San Vicente, yo había cortado el mío por la mitad y tragado una parte, quedándome así dormida con la idea de que San Vicente me obtendría la gracia de ver a la Santísima Virgen. "Por fin, a las once y media de la noche, oí que me llamaban por mi nombre: Hermana, hermana, hermana. Despertándome, miré del lado que había oído la voz, que era hacia el pasillo. Corro la cortina y veo un niño vestido de blanco, de edad de cuatro a cinco años, que me dice: Venid a la capilla; la Santísima Virgen os espera. Inmediatamente me vino al pensamiento: ¡Pero se me va a oir! El niño me respondió: Tranquilizaos, son las once y media; todo el mundo está profundamente dormido: venid, yo os aguardo. "Me apresuré a vestirme y me dirigí hacia el niño, que había permanecido de pie, sin alejarse de la cabecera de mi lecho. Puesto siempre a mi izquierda, me siguió, o más bien yo le seguí a él en todos sus pasos. Las luces de todos ios lugares por donde pasábamos estaban encendidas, lo que me llenaba de admiración. Creció de punto el asombro cuando, al ir a entrar en la capilla, se abrió la puerta apenas la hubo tocado el niño con la punta del dedo; y fue todavía mucho mayor cuando vi todas las velas y candeleros encendidos, lo que me traía a la memoria la misa de Navidad. No veía, sin embargo, a la Santísima Virgen. "El niño me condujo al presbiterio, al lado del sillón del señor director. Aquí me puse de rodillas, y el niño permaneció de pie todo el tiempo. Como éste se me hiciera largo, miré no fuesen a pasar por la tribuna las hermanas a quienes tocaba vela. "Al fin llegó la hora. El niño me lo previene y me dice: He aquí a la Santísima Virgen; hela aquí. Yo oí como un ruido, como el roce de un vestido de seda, procedente del lado de la tribuna, junto al cuadro de San José, que venía a colocarse en las gradas del altar, al lado del Evangelio, en un sillón parecido al de Santa Ana; sólo que el rostro de la Santísima Virgen no era como el de aquella Santa. "Dudaba yo si seria la Santísima Virgen, pero el ángel que estaba allí me dijo: He ahí a la Santísima Virgen. Me sería imposible decir lo que sentí en aquel momento, lo que pasó dentro de mí; parecíame que no la veía. Entonces el niño me habló, no como niño, sino como hombre, con la mayor energía y con palabras las más enérgicas también. Mirando entonces a la Santísima Virgen, me puse de un salto junto a Ella, de rodillas sobre las gradas del altar y las manos apoyadas sobre las rodillas de esta Señora... "El momento que allí se pasó, fue el más dulce de mi vida; me seria imposible explicar todo lo que sentí. Díjome la Santísiina Virgen cómo debía portarme con mi director y muchas otras cosas que no debo decir, la manera de conducirme en mis penas, viniendo (y me señaló el altar con la mano izquierda ) a postrarme ante él y derramar mi corazón; que allí recibiría todos los consuelos de que tuviera necesidad... Entonces yo le pregunté el completo significado de cuantas cosas habia visto, y Ella me lo explicó todo... "No sé el tiempo que allí permanecí; todo lo que sé es que, cuando la Virgen se retiró, yo no noté más que como algo que se desvanecía, y, en fin, como una sombra que se dirigía al lado de la tribuna por el mismo camino que había traído al venir. "Me levanté de las gradas del altar, y vi al niño donde le había dejado. Dijome: ¡Ya se fue! Tornamos por el mismo camino, siempre del todo iluminado y el niño continuamente a mi izquieda. Creo que este niño era el ángel de mi guarda, que se había hecho visible para hacerme ver a la Santísima Virgen, pues yo le había pedido mucho que me obtuviese este favor. Estaba vestido de blanco y llevaba en sí una luz maravillosa, o sea, que estaba resplandeciente de luz. Su edad sería como de cuatro a cinco años. "Vuelta a mi lecho, oí dar las dos de la mañana; ya no me dormí".
   La anterior visión, que sor Catalina narra con todo candor, ocurrió en el mes de julio. fue como una preparación a las grandes visiones del mes de noviembre, que la Santa referiría a su confesor, el padre Aladel, por quién se insertaron los relatos en el proceso canónico iniciado seis años más tarde.
   "A las cinco de la tarde, estando las Hijas de la Caridad haciendo oraciones, la Virgen Santísima se mostró a una hermana en un retablo de forma oval. La Reina de los cielos estaba de pie sobre el globo terráqueo, con vestido blanco y manto azul. Tenia en sus benditas manos unos como diamantes, de los cuales salían, en forma de hacecillos, rayos muy resplandecientes, que caían sobre la tierra... También vió en la parte superior del retablo escritas en caracteres de oro estas palabras: ¡Oh María sin pecado concebida, rogad por nosotros que recurrimos a Vos! Las cuales palabras formaban un semicírculo que, pasando sobre la cabeza de la Virgen, terminaba a la altura de sus manos virginales. En esto volvióse el retablo, y en su reverso viése la letra M, sobre la cual habia una cruz descansando sobre una barra, y debajo los corazones de Jesús y de Maria... Luego oyó estas palabras: Es preciso acuñar una medalla según este modelo; cuantos la llevaren puesta, teniendo aplicadas indulgencias, y devotamente rezaren esta súplica, alcanzarán especial protección de la Madre de Dios. E inmediatamente desapareció la visión".
   Esta escena se repitió algunas veces, ya durante la misa, ya durante la oración, siempre en la capilla de la casa central. La primera aparición de la Medalla Milagrosa ocurrió el 27 de noviembre de 1830, un sábado víspera del primer domingo de adviento.
   Pasado el seminario, sor Labouré fue enviada al hospicio de Enghien, en el arrabal de San Antonio, de París, lo que le dió facilidad de seguir comunicándose con su confesor, el padre Aladel. La Virgen había dicho a sor Catalina en su última aparición: "Hija mía, de aquí en adelante ya no me verás más, pero oirás mi voz en tus oraciones". En efecto, aunque no se repitieron semejantes gracias sensibles, sí las intelectuales, que ellas distinguía muy bien de las imaginativas o de los afectos del fervor.
   En el hospicio de Enghien, la joven religiosa fue destinada a la cocina, donde no faltaba trabajo; pero interiormente sentía apremios para que la medalla se grabara, y así se lo comunicó al señor Alabel, como queja de la Virgen. El prudente religioso fue a visitar a monseñor de Quelen, arzobispo de París, y al fin, a mediados de 1832, consiguió permiso para grabar la medalla, pudiendo experimentar el propio prelado sus efectos milagrosos en monseñor de Pradt, ex obispo de Poitiers y Malinas, aplicándole una medalla y logrando su reconciliación con Roma, pues era uno de los obispos "constitucionales".
   Sor Catalina recibió también una medalla, y, después de comprobar que estaba conforme al original, dijo: "Ahora es menester propagarla".
   Esto fue fácil, pues la Hijas de la Caridad fueron las primeras propagandistas. Entre ellas había cundido la noticia de las apariciones, si bien se ignoraba qué hermana fuera la vidente, cosa que jamás pudo averiguarse hasta que la propia Sor Catalina en 1876, cuando ya presentía su muerte, se lo manifestó a su superiora para salvar del olvido algunos detalles que no constaban en el proceso canónico, en el que depuso solamente su confesor. Ni aun consintió en visitar al propio monseñor de Quelen, aunque deseaba vivamente conocerla o al menos hablar con ella. El padre pudo defender su anonimato alegando que sabía tales cosas por secreto de confesión.
   La Medalla Milagrosa, nombre con que el pueblo comenzó a designarla por los milagros que a su contacto se obraban en todas partes, se hizo más popular con la ruidosa conversión del judío Alfonso de Ratisbona, ocurrida en Roma el 20 de enero de 1842. De paso por la Ciudad Eterna, el joven israelita recibió una medalla del barón de Bussieres, convertido hacía poco del protestantismo. Ratisbona la aceptó simplemente por urbanidad. Una tarde, esperándole en la pequeña iglesia de San Andrés dalle Fratre, se sintió atraído hacia la capilla de la Virgen, donde se le apareció esta Señora tal como venía grabada en la medalla. Se arrodilló y cayo como en éxtasis. No habló nada, pero lo comprendió todo; pidió el bautismo, renunció a la boda que tenía concertada, y con su hermano Teodoro, también convertido, fundó la Congregación de los Religiosos de Nuestra Señora de Sión para la conversión de los judíos.
   A partir de entonces la Medalla Milagrosa adquiere la popularidad de las grandes devociones marianas, como el rosario o el escapulario.
   Y entre tanto sor Catalina Labouré se hunde más y más en la humildad y el silencio. Cuarenta y cinco años de silencio. La aldeanita de Fain-les-Moutiers, que sabia callar en casa del señor Labouré, calla también ahora en el hospicio de ancianos.
   Después de haber insistido, suplicado, conjurado, siempre con admirable modosidad, inclina la cabeza y espera en silencio.
   En Enghien pasa de la cocina a la ropería, al cuidado del gallinero, lo que le recuerda sus pichones de la granja de la infancia: a la asistencia a los ancianos de la enfermería, al cargo, ya para hermanas inútiles y sin fuerzas, de la portería.
   En 1865 muere el padre Aladel, y puede cualquiera pensar en la gran pena de la Santa. Sin embargo, durante las exequias alguien pudo observar el rostro radiante de sor Catalina, que presentía el premio que la Virgen otorgaba a su fiel servidor.
   Otro sacerdote le sustituye en su cometido de confesor: la religiosa le informe sobre las apariciones, pero no consigue ser comprendida.
   Sor Catalina habla de tales hechos extraordinarios exclusivamente con su confesor: ni siquiera en los apuntes íntimos de la semana de ejercicios hay referencias a sus visiones.
   Ella vive en el silencio, y hasta tal punto es dueña de sí, que en los cuarenta y seis años de religiosa jamás hizo traición a su secreto, aun después que las novicias de 1830 iban desapareciendo, y se sabe que la testigo de las apariciones aún vive. La someten a preguntas imprevistas para cogerla de sorpresa, y todo en vano. Sor Catalina sigue impasible, desempeñando los vulgares oficios de comunidad con el aire más natural del mundo.
   La virtud del silencio consiste no tanto en sustraerse a la atención de los demás cuanto en insistir ante su confesor con paciencia y sin desmayos, sin que estalle su dolor ante las dilaciones. Ha muerto el padre Aladel y el altar de la capilla sigue sin levantarse, y la religiosa teme que la muerte la impida cumplir toda la misión que se le confiara.
   El confesor que sustituyó al padre Aladel es sustituido por otro. Estamos a principios de junio de 1876, año en que "sabe" la Santa que habrá de morir. Tiene delante pocos meses de vida. Ora con insistencia, y, después de haber pedido consejo a la Virgen, confía su secreto a la superiora de Enghien, la cual con voluntad y decisión consigue que se erija en el altar la estatua que perpetúe el recuerdo de las apariciones.
   La misión ha sido cumplida del todo. Y sor Catalina muere ya rápidamente a los setenta años, el 31 de diciembre de 1876.
   En noviembre de aquel año tuvo el consuelo de hacer los últimos ejercicios en la capilla de la rue de Bac, donde había sentido las confidencias de la Virgen.
   Su muerte fue dulce, después de recibir los santos sacramentos, mientras le rezaban las letanías de la Inmaculada.
   Cuando cincuenta y seis años más tarde el cardenal Verdier abría su sepultura para hacer la recognición oficial de sus reliquias, se halló su cuerpo incorrupto, intactos los bellos ojos azules que habían visto a la Virgen.
   Hoy sus reliquias reposan en la propia capilla de la rue du Bac, en el altar de la Virgen del Globo, por cuya erección tuvo que luchar la Santa hasta el último instante.
   Beatificada por Pío XI en 1923, fue canonizada por Pío XII en 1947. Sus dos nombres fueron como el presagio de su existencia: Zoe significa "vida", y Catalina, "pura".
CASIMIRO SÁNCHEZ ALISEDA

28/XI SAN ESTEBAN EL JOVEN, Mártir

28 de Noviembre

SAN ESTEBAN EL JOVEN, Mártir


Las zorras tienen madrigueras, y las aves del cielo
nidos, mas el Hijo del hombre no tiene dónde
reclinar su cabeza.
(Mateo, 8, 20)

   San Esteban el joven fue, antes de nacer, ofrecido al Señor por sus padres. Él mismo se consagró al servicio de Dios abrazando la vida religiosa lo más pronto que pudo. Pidió una habitación sin techo, a fin de estar expuesto a todas las inclemencias de la intemperie. Constantino Coprónimo le prohibió que honrara las imágenes de los santos, pero le respondió el santo que estaba dispuesto a morir antes que cumplir su prohibición. Esta generosa respuesta le mereció la corona del martirio, en el año 764.

MEDITACIÓN
SOBRE CÓMO HAY QUE SUFRIR
LAS INCLEMENCIAS DEL TIEMPO

I. Hay que sufrir con paciencia y sin murmuración lo que no puede evitarse; soporta, pues, con resignación el frío, el calor y todas las molestias de las estaciones. Estas incomodidades te son comunes con todos los hombres; sopórtalas, pero de manera que no sea común; recíbelas en expiación de los pecados que has cometido; esto disminuirá proporcionalmente lo que debes sufrir en el purgatorio, y embelecerá tu corona en el cielo. ¿Tú, que has merecido el infierno con tus crímenes, te atreves a quejarte del frío del invierno y de los calores del verano? Cesará de quejarse quien comprenda que merece los sufrimientos que lo afligen. (San Cipriano).
   
II. Tú soportas estas incomodidades sin murmurar, cuando hay algún provecho que obtener, algún honor que esperar. ¿Acaso el mercader, el soldado, el agricultor, no menosprecian las borrascas, las tempestades y el rigor de las estaciones cuando se trata de sus intereses? ¿Por ventura tantos hombres virtuosos como hay que sufren por amor de Jesucristo, no tienen un cuerpo como el tuyo? Acostúmbrate, corno ellos, al sufrimiento.
   
III. Jesucristo se expuso a todos estos tormentos por amor nuestro; míralo en el pesebre, en Egipto, en sus viajes, en la cruz; por todas partes se expuso a los rigores de las estaciones. Su cuerpo, que estaba unido a la divinidad, hubiera podido, milagrosamente, hacerse impasible, pero Jesús no lo quiso, ¡Y tú quisieras cambiar el orden de las estaciones y las leyes de la naturaleza para no tener nada que te aflija!¡El Hijo de Dios ha sufrido para hacer de nosotros hijos de Dios, y el hijo del hombre nada quiere sufrir para continuar siendo hijo de Dios! (San Cipriano).

La paciencia
 Orad por los pobres.

ORACIÓN
   Haced, os conjuramos, oh Dios omnipotente, que la intercesión del bienaventurado mártir Esteban, cuyo nacimiento al cielo celebramos, nos fortifique en el amor de vuestro santo Nombre. Por J. C. N. S. Amén.

28/XI SANTA CATALINA LABOURÉ, Virgen

28 de Noviembre

SANTA CATALINA LABOURÉ, Virgen
(1876 P.C.)


La capilla de las apariciones de la Medalla Milagrosa se encuentra en la rue du Bac, de París, en la casa madre de las Hijas de la Caridad. Es fácil llegar por "Metro". Se baja en Sevre-Babylone, y detrás de los grandes almacenes "Au Bon Marché" está el edificio. Una casona muy parisina, como tantas otras de aquel barrio tranquilo. Se cruza el portalón, se pasa un patio alargado y se llega a la capilla.
   La capilla es enormemente vulgar, como cientos o miles de capillas de casas religiosas. Una pieza rectangular sin estilo definido. Aún ahora, a pesar de las decoraciones y arreglos, la capilla sigue siendo desangelada.
   Uno comprende que la Virgen se apareciera en Lourdes, en el paisaje risueño de los Pirineos, a orillas de un río de alta montaña; que se apareciera inclusive en Fátima, en el adusto y grave escenario de la "Cova de Iría"; que se apareciera en tantos montículos, árboles, fuentes o arroyuelos, donde ahora ermitas y santuarios dan fe de que allí se apareció María a unos pastorcillos, a un solitario, a una campesina piadosa...
   Pero la capilla de la rue du Bac es el sitio menos poético para una aparición. Y, sin embargo, es el sitio donde las cosas están prácticamente lo mismo que cuando la Virgen se manifestó aquella noche del 27 de noviembre de 1830.
   Yo siempre que paso por París voy a decir misa a esta capilla, a orar ante aquel altar "desde el cual serán derramadas todas las gracias", a contemplar el sillón, un sillón de brazos y respaldo muy bajos, tapizado de velludillo rojo, gastado y algo sucio, donde lo fieles dejan cartas con peticiones, porque en él se sentó la Virgen.
   Si la capilla debe toda su celebridad a las apariciones, lo mismo podemos decir de Santa Catalina Labouré, la privilegiada vidente de nuestra Señora. Sin esta atención singular, la buena religiosa hubiera sido una más entre tantas Hijas de la Caridad, llena de celo por cumplir su oficio, aunque sin alcanzar el mérito de la canonización. Pero la Virgen se apareció a sor Labouré en la capilla de la casa central, y así la devoción a la Medalla Milagrosa preparó el proceso que llevaría a sor Catalina a los altares y riadas de fieles al santuario parisino. Y tan vulgar como la calle de Bac fue la vida de la vidente, sin relieves exteriores, sin que trascendiera nada de lo que en su gran alma pasaba.
   Catalina, o, mejor dicho, Zoe, como la llamaban en su casa, nació en Fain-les-Moutiers (Bretaña) el 2 de mayo de 1806, de una familia de agricultores acomodados, siendo la novena de once hermanos vivientes de entre diecisiete que tuvo el cristiano matrimonio.
   La madre murió en 1815, quedando huérfana Zoe a los nueve años. Ha de interrumpir sus estudios elementales, que su misma madre dirigiera, y con su hermana pequeña, Tonina, la envían a casa de unos parientes, para llamarlas en 1818, cuando María Luisa, la hermana mayor, ingresa en las Hijas de la Caridad.
   -Ahora -dice Zoe a Tonina-, nos toca a nosotras hacer marchar la casa.
   Doce años y diez años..., o sea, dos mujeres de gobierno. Parece milagroso, pero la hacienda campesina marcha, Había que ver a Zoe en el palomar entre los pichones zureantes que la envuelven en una aureola blanca. O atendiendo a la cocina para tener a punto la mesa, a la que se sientan muchas bocas con buen apetito. Otras veces hay que llevar al tajo la comida de los trabajadores.
   Y al mismo tiempo que los deberes de casa, Zoe tiene que prepararse a la primera comunión. Acude cada día al catecismo a la parroquia de Moutiers-Saint-Jean, y su alma crece en deseos de recibir al Señor. Cuando llega al fin día tan deseado, Zoe se hace más piadosa, más reconcentrada. Además ayuna los viernes y los sábados, a pesar de las amenazas de Tonina, que quiere denunciarla a su padre. El señor Labouré es un campesino serio, casi adusto, de pocas palabras. Zoe no puede franquearse con él, ni tampoco con Tonina o Augusto, sus hermanos pequeños, incapaces de comprender sus cosas.
   Y ora, ora mucho. Siempre que tiene un rato disponible vuela a la iglesia, y, sobre todo, en la capilla de la Virgen el tiempo se le pasa volando.
   Un día ve en sueños a un venerable anciano que celebra la misa y la hace señas para que se acerque; mas ella huye despavorida. La visión vuelve a repetirse al visitar a un enfermo, y entonces la figura sonriente del anciano la dice: "Algún día te acercarás a mí, y serás feliz". De momento no entiende nada, no puede hablar con nadie de estas cosas, pero ella sigue trabajando, acudiendo gozosa al enorme palomar para que la envuelvan sus palomos, tomando en su corazón una decisión irrevocable que reveló a su hermana.
   -Yo, Tonina, no me casaré; cuando tú seas mayor le pediré permiso a padre y me iré de religiosa, como María Luisa.
   Esto mismo se lo dice un día al señor Labouré, aunque sacando fuerzas de flaquezas, porque dudaba mucho del consentimiento paterno.
   Efectivamente, el padre creyó haber dado bastante a Dios con una hija y no estaba dispuesto a perder a Zoe, la predilecta. La muchacha tal vez necesitaba cambiar de ambiente, ver mundo, como se dice en la aldea.
   Y la mandó a París, a que ayudase a su hermano Carlos, que tenía montada una hostería frecuentada por obreros.
   El cambio fue muy brusco. Zoe añora su casa de labor, las aves de su corral y, sobre todo, sus pichones y la tranquilidad de su campo. Aquí todo es falso y viciado. ¡Qué palabras se oyen, qué galanterías, qué atrevimientos!
   Sólo por la noche, después de un día terrible de trabajo, la joven doncella encuentra soledad en su pobre habitación. Entonces ora más intensamente que nunca, pide a la Virgen que la saque de aquel ambiente tan peligroso.
   Carlos comprende que su hermana sufre, y como tiene buen corazón quiere facilitarla la entrada en el convento. ¿Pero cómo solucionarlo estando el padre por medio?
   Habla con Huberto, otro hermano mayor, que es un brillante oficial, que tiene abierto un pensionado para señoritas en Chatillon-sur-Seine. Aquella casa es más apropiada para Zoe.
   El señor Labouré accede. Otra vez el choque violento para la joven campesina, porque el colegio es refinado y en él se educan jóvenes de la mejor sociedad, que la zahieren con sus burlas. Pero perfecciona su pronunciación y puede reemprender sus estudios que dejara a los nueve años.
   Un día, visitando el hospicio de la Caridad en Chatillon, quedó sorprendida viendo el retrato del anciano sacerdote que se le apareciera en su aldea. Era un cuadro de San Vicente de Paúl. Entonces comprendió cuál era su vocación, y como el Santo la predijera, se sintió feliz. Insistió ante su padre, y al fin éste se resignó a dar su consentimiento.
   Zoe hizo su postulantado en la misma casa de Chatillon, y de allí marchó el día 21 de 1830 al "seminario" de la casa central de las Hijas de la Caridad en París.
   A fines del noviciado, en enero de 1831, la directora del seminario dejó esta "ficha" de Zoe, que allí tomó el nombre de Catalina: "fuerte, de mediana talla; sabe leer y escribir para ella. El carácter parece bueno, el espiritu y el juicio no son sobresalientes. Es piadosa y trabaja en la virtud".
   Pues bien: a esta novicia corriente, sin cualidades destacables, fue a quien se manifestó repetidas veces el año 1830 la Virgen Santísima.
   He aquí cómo relata la propia sor Catalina su primera aparición:
   "Vino después la fiesta de San Vicente, en la que nuestra buena madre Marta hizo, por la víspera, una instrucción referente a la devoción de los santos, en particular de la Santísima Virgen, lo que me produjo un deseo tal de ver a esta Señora, que me acosté con el pensamiento de que aquella misma noche vería a tan buena Madre. ¡Hacía tiempo que deseaba verla! Al fin me quedé dormida. Como se nos había distribuido un pedazo de lienzo de un roquete de San Vicente, yo había cortado el mío por la mitad y tragado una parte, quedándome así dormida con la idea de que San Vicente me obtendría la gracia de ver a la Santísima Virgen. "Por fin, a las once y media de la noche, oí que me llamaban por mi nombre: Hermana, hermana, hermana. Despertándome, miré del lado que había oído la voz, que era hacia el pasillo. Corro la cortina y veo un niño vestido de blanco, de edad de cuatro a cinco años, que me dice: Venid a la capilla; la Santísima Virgen os espera. Inmediatamente me vino al pensamiento: ¡Pero se me va a oir! El niño me respondió: Tranquilizaos, son las once y media; todo el mundo está profundamente dormido: venid, yo os aguardo. "Me apresuré a vestirme y me dirigí hacia el niño, que había permanecido de pie, sin alejarse de la cabecera de mi lecho. Puesto siempre a mi izquierda, me siguió, o más bien yo le seguí a él en todos sus pasos. Las luces de todos ios lugares por donde pasábamos estaban encendidas, lo que me llenaba de admiración. Creció de punto el asombro cuando, al ir a entrar en la capilla, se abrió la puerta apenas la hubo tocado el niño con la punta del dedo; y fue todavía mucho mayor cuando vi todas las velas y candeleros encendidos, lo que me traía a la memoria la misa de Navidad. No veía, sin embargo, a la Santísima Virgen. "El niño me condujo al presbiterio, al lado del sillón del señor director. Aquí me puse de rodillas, y el niño permaneció de pie todo el tiempo. Como éste se me hiciera largo, miré no fuesen a pasar por la tribuna las hermanas a quienes tocaba vela. "Al fin llegó la hora. El niño me lo previene y me dice: He aquí a la Santísima Virgen; hela aquí. Yo oí como un ruido, como el roce de un vestido de seda, procedente del lado de la tribuna, junto al cuadro de San José, que venía a colocarse en las gradas del altar, al lado del Evangelio, en un sillón parecido al de Santa Ana; sólo que el rostro de la Santísima Virgen no era como el de aquella Santa. "Dudaba yo si seria la Santísima Virgen, pero el ángel que estaba allí me dijo: He ahí a la Santísima Virgen. Me sería imposible decir lo que sentí en aquel momento, lo que pasó dentro de mí; parecíame que no la veía. Entonces el niño me habló, no como niño, sino como hombre, con la mayor energía y con palabras las más enérgicas también. Mirando entonces a la Santísima Virgen, me puse de un salto junto a Ella, de rodillas sobre las gradas del altar y las manos apoyadas sobre las rodillas de esta Señora... "El momento que allí se pasó, fue el más dulce de mi vida; me seria imposible explicar todo lo que sentí. Díjome la Santísiina Virgen cómo debía portarme con mi director y muchas otras cosas que no debo decir, la manera de conducirme en mis penas, viniendo (y me señaló el altar con la mano izquierda ) a postrarme ante él y derramar mi corazón; que allí recibiría todos los consuelos de que tuviera necesidad... Entonces yo le pregunté el completo significado de cuantas cosas habia visto, y Ella me lo explicó todo... "No sé el tiempo que allí permanecí; todo lo que sé es que, cuando la Virgen se retiró, yo no noté más que como algo que se desvanecía, y, en fin, como una sombra que se dirigía al lado de la tribuna por el mismo camino que había traído al venir. "Me levanté de las gradas del altar, y vi al niño donde le había dejado. Dijome: ¡Ya se fue! Tornamos por el mismo camino, siempre del todo iluminado y el niño continuamente a mi izquieda. Creo que este niño era el ángel de mi guarda, que se había hecho visible para hacerme ver a la Santísima Virgen, pues yo le había pedido mucho que me obtuviese este favor. Estaba vestido de blanco y llevaba en sí una luz maravillosa, o sea, que estaba resplandeciente de luz. Su edad sería como de cuatro a cinco años. "Vuelta a mi lecho, oí dar las dos de la mañana; ya no me dormí".
   La anterior visión, que sor Catalina narra con todo candor, ocurrió en el mes de julio. fue como una preparación a las grandes visiones del mes de noviembre, que la Santa referiría a su confesor, el padre Aladel, por quién se insertaron los relatos en el proceso canónico iniciado seis años más tarde.
   "A las cinco de la tarde, estando las Hijas de la Caridad haciendo oraciones, la Virgen Santísima se mostró a una hermana en un retablo de forma oval. La Reina de los cielos estaba de pie sobre el globo terráqueo, con vestido blanco y manto azul. Tenia en sus benditas manos unos como diamantes, de los cuales salían, en forma de hacecillos, rayos muy resplandecientes, que caían sobre la tierra... También vió en la parte superior del retablo escritas en caracteres de oro estas palabras: ¡Oh María sin pecado concebida, rogad por nosotros que recurrimos a Vos! Las cuales palabras formaban un semicírculo que, pasando sobre la cabeza de la Virgen, terminaba a la altura de sus manos virginales. En esto volvióse el retablo, y en su reverso viése la letra M, sobre la cual habia una cruz descansando sobre una barra, y debajo los corazones de Jesús y de Maria... Luego oyó estas palabras: Es preciso acuñar una medalla según este modelo; cuantos la llevaren puesta, teniendo aplicadas indulgencias, y devotamente rezaren esta súplica, alcanzarán especial protección de la Madre de Dios. E inmediatamente desapareció la visión".
   Esta escena se repitió algunas veces, ya durante la misa, ya durante la oración, siempre en la capilla de la casa central. La primera aparición de la Medalla Milagrosa ocurrió el 27 de noviembre de 1830, un sábado víspera del primer domingo de adviento.
   Pasado el seminario, sor Labouré fue enviada al hospicio de Enghien, en el arrabal de San Antonio, de París, lo que le dió facilidad de seguir comunicándose con su confesor, el padre Aladel. La Virgen había dicho a sor Catalina en su última aparición: "Hija mía, de aquí en adelante ya no me verás más, pero oirás mi voz en tus oraciones". En efecto, aunque no se repitieron semejantes gracias sensibles, sí las intelectuales, que ellas distinguía muy bien de las imaginativas o de los afectos del fervor.
   En el hospicio de Enghien, la joven religiosa fue destinada a la cocina, donde no faltaba trabajo; pero interiormente sentía apremios para que la medalla se grabara, y así se lo comunicó al señor Alabel, como queja de la Virgen. El prudente religioso fue a visitar a monseñor de Quelen, arzobispo de París, y al fin, a mediados de 1832, consiguió permiso para grabar la medalla, pudiendo experimentar el propio prelado sus efectos milagrosos en monseñor de Pradt, ex obispo de Poitiers y Malinas, aplicándole una medalla y logrando su reconciliación con Roma, pues era uno de los obispos "constitucionales".
   Sor Catalina recibió también una medalla, y, después de comprobar que estaba conforme al original, dijo: "Ahora es menester propagarla".
   Esto fue fácil, pues la Hijas de la Caridad fueron las primeras propagandistas. Entre ellas había cundido la noticia de las apariciones, si bien se ignoraba qué hermana fuera la vidente, cosa que jamás pudo averiguarse hasta que la propia Sor Catalina en 1876, cuando ya presentía su muerte, se lo manifestó a su superiora para salvar del olvido algunos detalles que no constaban en el proceso canónico, en el que depuso solamente su confesor. Ni aun consintió en visitar al propio monseñor de Quelen, aunque deseaba vivamente conocerla o al menos hablar con ella. El padre pudo defender su anonimato alegando que sabía tales cosas por secreto de confesión.
   La Medalla Milagrosa, nombre con que el pueblo comenzó a designarla por los milagros que a su contacto se obraban en todas partes, se hizo más popular con la ruidosa conversión del judío Alfonso de Ratisbona, ocurrida en Roma el 20 de enero de 1842. De paso por la Ciudad Eterna, el joven israelita recibió una medalla del barón de Bussieres, convertido hacía poco del protestantismo. Ratisbona la aceptó simplemente por urbanidad. Una tarde, esperándole en la pequeña iglesia de San Andrés dalle Fratre, se sintió atraído hacia la capilla de la Virgen, donde se le apareció esta Señora tal como venía grabada en la medalla. Se arrodilló y cayo como en éxtasis. No habló nada, pero lo comprendió todo; pidió el bautismo, renunció a la boda que tenía concertada, y con su hermano Teodoro, también convertido, fundó la Congregación de los Religiosos de Nuestra Señora de Sión para la conversión de los judíos.
   A partir de entonces la Medalla Milagrosa adquiere la popularidad de las grandes devociones marianas, como el rosario o el escapulario.
   Y entre tanto sor Catalina Labouré se hunde más y más en la humildad y el silencio. Cuarenta y cinco años de silencio. La aldeanita de Fain-les-Moutiers, que sabia callar en casa del señor Labouré, calla también ahora en el hospicio de ancianos.
   Después de haber insistido, suplicado, conjurado, siempre con admirable modosidad, inclina la cabeza y espera en silencio.
   En Enghien pasa de la cocina a la ropería, al cuidado del gallinero, lo que le recuerda sus pichones de la granja de la infancia: a la asistencia a los ancianos de la enfermería, al cargo, ya para hermanas inútiles y sin fuerzas, de la portería.
   En 1865 muere el padre Aladel, y puede cualquiera pensar en la gran pena de la Santa. Sin embargo, durante las exequias alguien pudo observar el rostro radiante de sor Catalina, que presentía el premio que la Virgen otorgaba a su fiel servidor.
   Otro sacerdote le sustituye en su cometido de confesor: la religiosa le informe sobre las apariciones, pero no consigue ser comprendida.
   Sor Catalina habla de tales hechos extraordinarios exclusivamente con su confesor: ni siquiera en los apuntes íntimos de la semana de ejercicios hay referencias a sus visiones.
   Ella vive en el silencio, y hasta tal punto es dueña de sí, que en los cuarenta y seis años de religiosa jamás hizo traición a su secreto, aun después que las novicias de 1830 iban desapareciendo, y se sabe que la testigo de las apariciones aún vive. La someten a preguntas imprevistas para cogerla de sorpresa, y todo en vano. Sor Catalina sigue impasible, desempeñando los vulgares oficios de comunidad con el aire más natural del mundo.
   La virtud del silencio consiste no tanto en sustraerse a la atención de los demás cuanto en insistir ante su confesor con paciencia y sin desmayos, sin que estalle su dolor ante las dilaciones. Ha muerto el padre Aladel y el altar de la capilla sigue sin levantarse, y la religiosa teme que la muerte la impida cumplir toda la misión que se le confiara.
   El confesor que sustituyó al padre Aladel es sustituido por otro. Estamos a principios de junio de 1876, año en que "sabe" la Santa que habrá de morir. Tiene delante pocos meses de vida. Ora con insistencia, y, después de haber pedido consejo a la Virgen, confía su secreto a la superiora de Enghien, la cual con voluntad y decisión consigue que se erija en el altar la estatua que perpetúe el recuerdo de las apariciones.
   La misión ha sido cumplida del todo. Y sor Catalina muere ya rápidamente a los setenta años, el 31 de diciembre de 1876.
   En noviembre de aquel año tuvo el consuelo de hacer los últimos ejercicios en la capilla de la rue de Bac, donde había sentido las confidencias de la Virgen.
   Su muerte fue dulce, después de recibir los santos sacramentos, mientras le rezaban las letanías de la Inmaculada.
   Cuando cincuenta y seis años más tarde el cardenal Verdier abría su sepultura para hacer la recognición oficial de sus reliquias, se halló su cuerpo incorrupto, intactos los bellos ojos azules que habían visto a la Virgen.
   Hoy sus reliquias reposan en la propia capilla de la rue du Bac, en el altar de la Virgen del Globo, por cuya erección tuvo que luchar la Santa hasta el último instante.
   Beatificada por Pío XI en 1923, fue canonizada por Pío XII en 1947. Sus dos nombres fueron como el presagio de su existencia: Zoe significa "vida", y Catalina, "pura".
CASIMIRO SÁNCHEZ ALISEDA

28/XI SAN ESTEBAN EL JOVEN, Mártir

28 de Noviembre

SAN ESTEBAN EL JOVEN, Mártir


Las zorras tienen madrigueras, y las aves del cielo
nidos, mas el Hijo del hombre no tiene dónde
reclinar su cabeza.
(Mateo, 8, 20)

   San Esteban el joven fue, antes de nacer, ofrecido al Señor por sus padres. Él mismo se consagró al servicio de Dios abrazando la vida religiosa lo más pronto que pudo. Pidió una habitación sin techo, a fin de estar expuesto a todas las inclemencias de la intemperie. Constantino Coprónimo le prohibió que honrara las imágenes de los santos, pero le respondió el santo que estaba dispuesto a morir antes que cumplir su prohibición. Esta generosa respuesta le mereció la corona del martirio, en el año 764.

MEDITACIÓN
SOBRE CÓMO HAY QUE SUFRIR
LAS INCLEMENCIAS DEL TIEMPO

I. Hay que sufrir con paciencia y sin murmuración lo que no puede evitarse; soporta, pues, con resignación el frío, el calor y todas las molestias de las estaciones. Estas incomodidades te son comunes con todos los hombres; sopórtalas, pero de manera que no sea común; recíbelas en expiación de los pecados que has cometido; esto disminuirá proporcionalmente lo que debes sufrir en el purgatorio, y embelecerá tu corona en el cielo. ¿Tú, que has merecido el infierno con tus crímenes, te atreves a quejarte del frío del invierno y de los calores del verano? Cesará de quejarse quien comprenda que merece los sufrimientos que lo afligen. (San Cipriano).
   
II. Tú soportas estas incomodidades sin murmurar, cuando hay algún provecho que obtener, algún honor que esperar. ¿Acaso el mercader, el soldado, el agricultor, no menosprecian las borrascas, las tempestades y el rigor de las estaciones cuando se trata de sus intereses? ¿Por ventura tantos hombres virtuosos como hay que sufren por amor de Jesucristo, no tienen un cuerpo como el tuyo? Acostúmbrate, corno ellos, al sufrimiento.
   
III. Jesucristo se expuso a todos estos tormentos por amor nuestro; míralo en el pesebre, en Egipto, en sus viajes, en la cruz; por todas partes se expuso a los rigores de las estaciones. Su cuerpo, que estaba unido a la divinidad, hubiera podido, milagrosamente, hacerse impasible, pero Jesús no lo quiso, ¡Y tú quisieras cambiar el orden de las estaciones y las leyes de la naturaleza para no tener nada que te aflija!¡El Hijo de Dios ha sufrido para hacer de nosotros hijos de Dios, y el hijo del hombre nada quiere sufrir para continuar siendo hijo de Dios! (San Cipriano).

La paciencia
 Orad por los pobres.

ORACIÓN
   Haced, os conjuramos, oh Dios omnipotente, que la intercesión del bienaventurado mártir Esteban, cuyo nacimiento al cielo celebramos, nos fortifique en el amor de vuestro santo Nombre. Por J. C. N. S. Amén.

27/XI NUESTRA SEÑORA DE LA MEDALLA MILAGROSA

27 de Noviembre

NUESTRA SEÑORA DE LA MEDALLA MILAGROSA





¡Oh María concebida sin pecado!
rogad por nosotros que recurrimos a Vos.

   En 1830 la Santísima Virgen se apareció a una humilde novicia de la Caridad, Sor Catalina Labouré, ordenándole que se hiciese acuñar una medalla cuyas efigies le mostró. Una de las caras de la medalla lleva la imagen de la Inmaculada despidiendo rayos de sus manos, con esta plegaria: "Oh María concebida sin pecado, rogad por nosotros que recurrimos a vos".
   Las curaciones y milagros de todo orden obrados por esta medalla aceleraron la definición dogmática de la Inmaculada Concepción, razón por la cual es la Medalla Milagrosa la más usada por las Hijas de María de todo el mundo y propiamente la insignia oficial de las mismas.
   He aquí cómo relata la propia sor Catalina su primera aparición:
   "Vino después de la fiesta de San Vicente, en la que nuestra buena madre Marta hizo, por la víspera, una instrucción referente a la devoción de los santos, en particular de la Santísima Virgen, lo que me produjo un deseo tal de ver a esta Señora, que me acosté con el pensamiento de que aquella misma noche vería a tan buena Madre. ¡Hacía tiempo que deseaba verla! Al fin me quedé dormida. Como se nos había distribuido un pedazo de lienzo de un roquete de San Vicente, yo había cortado el mío por la mitad y tragado una parte, quedándome así dormida con la idea de que San Vicente me obtendría la gracia de ver a la Santísima Virgen.
   Por fin, a las once y media de la noche, oí que me llamaban por mi nombre: Hermana, hermana, hermana. Despertándome, miré del lado que había oído la voz, que era hacia el pasillo. Corro la cortina y veo un niño vestido de blanco, de edad de cuatro a cinco años, que me dice: Venid a la capilla; la Santísima Virgen os espera. Inmediatamente me vino al pensamiento: ¡Pero se me va a oír! El niño me respondió: Tranquilizaos, son las once y media; todo el mundo está profundamente dormido, venid, yo os aguardo.
   Me apresuré a vestirme y me dirigí hacia el niño, que había permanecido de pie, sin alejarse de la cabecera de mi lecho. Puesto siempre a mi izquierda, me siguió, o más bien, yo le seguí a él en todos sus pasos. Las luces de todos los lugares por donde pasábamos estaban encendidas, lo que me llenaba de admiración. Creció de punto el asombro cuando, al ir a entrar en la capilla, se abrió la puerta apenas la hubo tocado el niño con la punta del dedo; y fue todavía mucho mayor cuando vi todas las velas y candeleros encendidos, lo que me traía a la memoria la misa de Navidad. No veía, sin embargo, a la Santísima Virgen.
   El niño me condujo al presbiterio, al lado del sillón del señor director. Aquí me puse de rodillas, y el niño permaneció de pie todo el tiempo. Como éste se me hiciera largo, miré no fuesen a pasar por la tribuna las hermanas a quienes tocaba vela.
   Al fin llegó la hora. El niño me lo previene y me dice: He aquí a la Santísima Virgen; hela aquí. Yo oí como un ruido, como el roce de un vestido de seda, procedente del lado de la tribuna, junto al cuadro de San José, que venía a colocarse en las gradas del altar, al lado del Evangelio, en un sillón parecido al de Santa Ana; sólo que el rostro de la Santísima Virgen no era como el de aquella Santa.
   Dudaba yo si sería la Santísima Virgen, pero el ángel que estaba allí me dijo: He ahí a la Santísima Virgen. Me sería imposible decir lo que sentí en aquel momento, lo que pasó dentro de mí; parecíame que no la veía. Entonces el niño habló, no como niño, sino como hombre, con la mayor energía y con palabras las más enérgicas también. Mirando entonces a la Santísima Virgen, me puse de un salto junto a Ella, de rodillas sobre las gradas del altar y las manos apoyadas sobre las rodillas de esta Señora...
   "En ese instante experimenté la emoción más dulce de mi vida y que me es absolutamente imposible describir, La Santísima Virgen me explicó la manera como debía haberme en medio de mis penas y, señalándome con la mano izquierda las gradas del altar, me dijo que viniera siempre, en semejantes ocasiones, a postrarme allí, y abrir allí mi corazón para desahogar lo y recibir todos los consuelos de que tenía necesidad. Y agregó: Hija mía, quiero confiarte una misión. Tendrás grandes amarguras para llevarlas a cabo, pero las sobrellevarás con el pensamiento de que todo irá encaminado a la mayor gloria de Dios. Padecerás contradicción, pero no temas porque no te faltará la gracia que necesitas; y no dejes de manifestar ingenua y sen cillamente todo lo que pase. Has de ver algunas cosas, y has de recibir particulares inspiraciones en la oración. Pero, mira, da cuenta dé todo a tu padre espiritual.
   "Entonces supliqué a la Santísima Virgen que me explicara las cosas que había visto, Hija mía -me respondió-, los tiempos que corren son malos y van a traer grandes calamidades sobre Francia. El trono va a ser echado por tierra. El mundo entero será azotado por toda suerte de males. La Santísima Virgen mostraba un aire tristísimo diciendo esto: Pero, mira, en aquellos tiempos de tribulación, venid, venid al pie de este santo altar. Aquí, mis gracias serán derramadas sobre todos. ..todas las personas que las pidieren, grandes y pequeñas.
   Llegarán a tal extremo las cosas que parecerá que ya no habrá remedio; todo se creerá perdido; pero tened buen ánimo, no desconfiéis un momento; yo estaré con vosotros; experimentaréis sensiblemente mi presencia, y la protección de Dios y de San Vicente descenderá sobre sus dos Familias. (La de los Sacerdotes de la Misión y la de las Hijas de la Caridad).
   Después, los ojos arrasados en lágrimas, añadió: En otras comunidades igual que en el clero de París, habrá víctimas. El Ilustrísimo Señor Arzobispo morirá. Al proferir estas palabras, sus lágrimas rodaron, Hija mía, la Cruz será vilipendiada y arrojada al suelo. Será abierto de nuevo el costado de mi Divino Hijo. Las calles se inundarán de sangre; el mundo entero que dará sumido en la tristeza. Aquí la Santísima Virgen ya no pudo hablar, y un dolor profundo dibujóse en su semblante, Entonces Sor Labouré púsose a pensar: "Cuándo sucederán todas estas cosas?" y una lumbre interior claramente le indicó que dentro de cuarenta años, vaticinando así los luctuosos acontecimientos que se desarrollaron entre los años 1870 y 1871.
   La Santísima Virgen le encargó además que trasmitiera a su Director varias recomendaciones referentes a las Hijas de la Caridad y le anunció que un día se vería investida de una autoridad que le permitiría poner en ejecución lo que ella le pedía. Luego concluyó:
   Grandes calamidades, pues, habrán de sobrevenir. Máximo será el peligro. Con todo, no temáis vosotras; la protección de Dios, particularmente, os acompañará siempre, y San Vicente os protegerá también. Yo misma permaneceré con vosotras y en vosotras siempre tendré puestos mis ojos para concederos gracias en abundancia.
   La Santa añade: "Las gracias serán derramadas particularmente sobre las personas que las pidieren; pero, es preciso orar, ..orar mucho. , ."
   "No podría decir -continúa la confidente de María- cuánto tiempo permanecí con la Santísima Virgen. Todo lo que puedo afirmar es que, después de haberme hablado largo tiempo, desapareció de mi vista como una sombra que se desvanece".
   Habiéndose levantado, la Santa volvió a hallar al niño en el mismo sitio en que lo había dejado, Entonces él le dijo: La Virgen ya se fue. y otra vez, colocándose a la izquierda, la llevó lo mismo que la había traído, derramando claridades celestiales en tomo suyo.
   "Creo -concluye el relato de la Santa Hermana- que este niño era el Ángel de mi Guarda, porque yo le había rogado encarecidamente que me alcanzase el favor de ver a la Santísima Virgen. Vuelta a mi cama, oí sonar las dos, y no volví a dormir..."

LA APARICIÓN DEL 27 DE NOVIEMBRE

   Lo que acaba de ser referido no es más que una parte de la misión confiada a Sor Labouré, o más bien, una preparación de la entrega del preciosísimo legado que iba a depositar en sus manos, como prenda de su amor a la humanidad, la bondadosa Reina de los cielos.
   A fines de noviembre de este mismo año de 1830, nuestra Santa dio cuenta a su Director de una nueva visión. Esta vez no es ya la madre afligida que llora sobre los males que amenazan a sus hijos; es la mirífica Reina de los cielos que baja trayendo la promesa de las bendiciones, de la salud eterna y de la paz.
   He aquí su relación, escrita de la propia mano de Sor Labouré:
   "El 27 de noviembre de 1830, víspera del primer Domingo de Adviento, a las cinco y media de la tarde, en medio profundo silencio de la meditación, oí del lado derecho altar, un ruido de sedas que se rozan, e inmediatamente vi a la Santísima Virgen junto al cuadro de San José. De estatura mediana, su rostro era tan hermoso que me sería impo describir, aún pálidamente, su belleza. Estaba de pie, vestida con una túnica blanca, nacarada, color de aurora, sin escote y mangas lisas, a la moda que hoy se llama de la Virgen. Tenía cubierta la cabeza con un velo blanco que le caía a cada lado hasta los pies; los cabellos recogidos y por encima una especie de manteleta, guarnecida de un corto encaje, ajustada a la cabeza. El rostro quedaba bastante descubierto y los pies descansaban sobre un globo terráqueo, del cual sólo veíase la mitad. Las manos, levantadas a la altura del pecho, sostenían, naturalmente, otro globo, que también representaba el mundo. Su mirada se elevaba dulcemente al cielo en actitud de ofrecer a Dios la esfera representativa del Universo.
    "De repente sus dedos cubriéronse de anillos adornados piedras preciosísimas de sin igual belleza. Los haces de rayos que despedían, iluminaban a la Virgen de tal suerte que su claridad deslumbradora ya no dejaba ver ni su vestido ni sus pies. Las gemas eran de diferentes tamaños y asimismo los rayos que lanzaban eran proporcionalmente de diversa claridad.
   "No podré decir lo que entonces experimenté ni todo lo que aprendí de ello en tan poco tiempo.
   "Como estuviese yo completamente embebida en su contemplación, la Santísima Virgen inclinó sus ojos sobre mí y una voz me dijo en el fondo del corazón: Este globo que aquí ves representa al mundo entero, pero especialmente a Francia y aun a cada persona en particular.
   "Aquí ya no sé describir de ningún modo la espléndida belleza ni el brillo que cobraron los rayos luminosos, cuando la Santísima Virgen añadió: Estos rayos son figura de las gracias que derramo sobre las personas que imploran mis favores, haciéndome comprender así cuán generosa es con las persornas que a ella se dirigen. ¡Cuántas gracias concede a quienes se las piden! En estos instantes inefables, ¿existía yo o no existía? No lo sé. ¡Yo gozaba... gozaba inmensamente!
   "De pronto la aparición tomó la forma de óvalo, en cuya parte superior se dibujó esta inscripción en caracteres de oro: ¡Oh María sin pecado concebida, rogad por nosotros que recurrimos a Vos!
   Este vivo cuadro que Sor Catalina tenía: delante de sus ojos, de pronto se cambió sensiblemente. Las manos de María como abrumadas por el peso de las gracias de que eran símbolo las radiantes sortijas y sus piedras preciosísimas, se bajaron y extendieron en el ademán gracioso que hoy ostenta la medalla. Luego, la Virgen dejó oír estas palabras: Haz acuñar, una medalla según este modelo. Cuantos piadosamente la llevaren, recibirán gracias particularísimas, sobre todo si la llevaren suspendida al cuello. Las gracias serán muy abundantes para cuantas la llevaren animados de confianza.
   Un instante después -dice la Santa- el retablo se volvió, dejando ver en el reverso la letra M; sobre la. que se levantaba una Cruz que descansaba en una barra horizontal, y debajo, los Sagrados Corazones de Jesús y María; el primero rodeado de una Corona de Espinas y el segundo atravesado por una espada". 
   Aunque los apuntes de la vidente nada dicen de las doce estrellas que circundan el monograma de María y los dos Sagrados Corazones, sin embargo, siempre han figurado en el reverso de la Medalla, pues es moralmente seguro que este detalle lo manifestó de viva voz la Santa en tiempo de las apariciones.
   En otras notas, escritas igualmente por la misma Hermana, que completan esta relación, se añade que algunas de las piedras de los anillos no despedían rayo ninguno, y, admirándose de esto la Vidente, se le respondió que las piedras que quedaban en la sombra representaban las gracias que los hombres no piden a María.

TERCERA APARICIÓN DE LA SANTÍSIMA VIRGEN

   El Padre Aladel acogió con indiferencia, casi pudiera decirse  con severidad, las comunicaciones de su penitente, llegando hasta prohibirle el darles crédito alguno. Pero la obediencia de la Santa, atestiguada por su mismo Director, no tuvo la eficacia para borrar de su memoria el dulce recuerdo de lo visto. Postrarse a los pies de María, constituía para ella toda su felicidad.
   A María iba continuamente el giro de sus pensamientos, y estaba íntimamente persuadida de que volvería a ver a la Reina de los cielos.
   Y en efecto, no quedaron frustradas sus esperanzas. En el mes de Diciembre fue favorecida con una nueva aparición, exactamente igual a la del 27 de Noviembre, y a la misma hora, con la única diferencia, sin embargo por otra parte notable, que la Santísima Virgen no se colocó junto al cuadro de San José, como la vez anterior, sino sobre el sagrario, un tanto hacia atrás, en el mismo lugar en que hoy está su imagen.
   La mensajera escogida por la Inmaculada recibió de nuevo la orden de hacer acuñar una medalla, según este modelo. Sor Catalina termina su relación con estas palabras: "Deciros lo que sentí en el momento en que la Santísima Virgen ofreció a Nuestro Señor el globo que representaba el universo, es imposible, como también lo que experimenté en los instantes en que la contemplaba. Una voz que se dejó oir en el fondo de mi corazón, me dijo: Estos rayos son el símbolo de las gracias que la Santísima Virgen obtiene a las personas que se las piden.
   Después, contra su costumbre, se le escapa una exclamación de júbilo al pensar en los homenajes que le serían tributados a María: "Oh, qué hermoso será oír decir un día: María es la Reina del Universo. Y cuando los niños exclamen: ¡María es la Reina de cada persona en particular! ¡Será llevada en triunfo y dará la vuelta al mundo!"
   Cuando la Venerable Hermana refirió esta nueva aparición de la Medalla al Padre Aladel, éste le preguntó si en el reverso había alguna inscripción, así como la había alrededor de la Inmaculada. La Hermana contestó que no había inscripción ninguna. "Pero, entonces -replicó su Director-, pregunte usted a la Virgen qué es lo que allí se ha de poner".
   La Hermana obedeció y después de haber orado largo tiempo, un día, estando en oración, le pareció oír una voz que le decía: Bastante dicen la letra M y los Sagrados Corazones.

DIFUSIÓN DE LA MEDALLA

   Con verdad, puede decirse que desde el momento en que se acuñó la primera medalla, ésta comenzó a recorrer el mundo, convirtiendo una cantidad innumerable de almas, volviendo la paz a infinidad de familias, restaurando la sólida piedad cristiana en todos lados, abriendo el camino a la definición del dogma de la Inmaculada Concepción y luego confirmando esta verdad de nuestra fe en los corazones de todos los bautizados.
   El mundo se escandaliza como siempre, del modo de proceder de Dios, el cual, al decir de San Pablo, se complace en realizar sus más grandes maravillas; con los medios más humildes y hasta, despreciables.
   ¿Cómo es posible -murmuran engreídos- que un trocito de metal, más o menos precioso, pueda tener la tan decantada virtud que se le atribuye? ..; esto es simplemente ridículo.
   Esta arma, la Medalla con la imagen de.la Santísima Virgen, en efecto, es insignificante en sí misma, mas no lo es ciertamente, con la virtud que María Santísima ha puesto en ella.
   El naturalismo y el sensualismo serán heridos de muerte en muchos creyentes con este piadoso procedimiento Nuestra Inmaculada Madre quiere combatirlos valiéndose de su Medalla.
   Llevemos, pues, nuestra Medalla al cuello, rezando confiadamente la oración que lleva inscripta y recordando las palabras que Nuestra Señora en su aparición a Santa Catalina Labouré:
   Y sólo, cuando Yo, bajo este emblema sea reconocida como Reina del Mundo, llegarán los días de Paz, de Alegría y de Felicidad, que han de ser muy largos...

CONSAGRACIÓN 
A NUESTRA SEÑORA
DE LA
MEDALLA MILAGROSA

   Postrado ante vuestro acatamiento, ¡Virgen de la Medalla Milagrosa!, y después de saludaros en el augusto misterio de vuestra Concepción sin mancha, os elijo, desde ahora y para siempre, por mi Madre, abogada, Reina y Señora de todas mis acciones, y protectora ante la majestad de Dios. Yo os prometo, Virgen purísima, no olvidaros jamás, ni vuestro culto, ni los intereses de vuestra gloria, a la vez que os prometo también promover en los que me rodean, vuestro amor.
   Recibidme, Madre tierna, desde este momento, y sed para mí el refugio en esta vida y el sostén a la hora de la muerte. Amén.

INTRODUCCIÓN

Acerca de la Santa Misa