EL PROLOGO
Alguien que intentara hacer su propia estadística y, tomándose el trabajo de preguntar a personas elegidas al azar, pero de la Fe Católica, quién dio muerte a Jesucristo, seguramente obtendrá como mínimo una holgada docena de respuestas, las que podría clasificar, por su frecuencia y clase, volcándolas en un diagrama de bastones que mostraría orgulloso a sus amigos o le serviría para tomarse de los pelos.
Eso sí y desde luego, todas ellas serían dadas con fundamentos, algunas expuestas con enjundia y otras hasta defendidas con vehemencia. Muchos dirán que a Cristo lo mataron los romanos; unos pocos que los judíos; otros asegurarán que fueron los judíos con mano de obra romana; diferentes a éstos que fueron los romanos instigados por los judíos; no faltará quien asegure que fueron soldados romanos los que se destacaron por su crueldad, cuando en realidad sabemos que los primeros, los de la detención, fueron judíos a órdenes del Sanedrín, y los segundos, los de la crucifixión, también judíos, pero que prestaban servicios a Roma reclutados en Jerusalén; algunos que fue una solución política del Pretor Poncio Pilato que tenía su interna con Roma después de la cruel e injusta represión a los samaritanos; cualesquiera que su muerte es una mezcolanza hilvanada de todas estas dichas y así siguiendo, sin incluir las descabelladas.
¿Cómo es posible que uno de los hechos capitales de la Pasión de Cristo tenga respuestas con tantos disímiles vericuetos? Estas discusiones y supuestos que se respaldan con énfasis, terminarían en un santiamén si consultamos, dentro del Epistolario, a las Cartas Paulinas. En su primera carta les dice San Pablo a los Tesalonicenses: “En efecto, ustedes hermanos, siguieron el ejemplo de las Iglesias de Dios, unidas a Cristo Jesús, que están en Judea, porque han sufrido de parte de sus compatriotas el mismo trato que ellas sufrieron de parte de los judíos. Ellos mataron al Señor Jesús y a los profetas, y también nos persiguen a nosotros; no agradan a Dios y son enemigos de todos los hombres, ya que nos impiden predicar a los paganos para que se salven. Así constantemente están colmando la medida de sus pecados, pero la ira de Dios ha caído sobre ellos para siempre.” (1Tes. 2,14-16)
Esta es la palabra de un contemporáneo de Jesuscristo, que se describe a sí mismo como judío fanatizado (Flp. 3, 4-5 y 1 Tim. 1,12), fariseo, conocedor del Sanedrín por dentro y por fuera. La carta citada, dirigida a los primeros cristianos de Tesalónica, ciudad situada en una entrada del Golfo de Salónica en el Mar Egeo, enterados ellos de aquel drama por la tradición oral, sería suficiente para demoler cualquier versión idealizada o interesada que se vierta sobre el juicio que llevó al Salvador al Patíbulo, en sencillo artilugio para la refinada crueldad, el que sería desde entonces y hasta hoy, nuestro Emblema de Redención, como lo es, al mismo tiempo del martirio, de la injusticia y de la iniquidad jamás vista ni contada.
Pero como no faltará aquel desconfiado, intrigante o afectado que buscará el pelo en la leche para dar por tierra con las palabras de San Pablo, le decimos que hay otros pasajes bíblicos que refrendan las palabras del autor, como el citado al principio de este artículo perteneciente al Salterio (después Libro de los Salmos), que era el Libro de Oración de los israelitas, atribuido mayormente al Rey David, aunque se sabe que fue escrito a lo largo de varios siglos e intervinieron en él diversos autores.
Los otros son los evangelios de San Mateo 26 y 27; San Marcos 14 y 15; Juan 18 y 19, que dan sus evidencias siendo como fueron testigos presenciales de las dos instancias procesales, la condena y posterior muerte. Pero no cabe duda que quien narra en detalle la segunda sesión llevadas a cabo en la mañana del 15 de nisan (marzo) es San Lucas en 22 y 23. Existen más pruebas como las que se pueden ver en Hech.13, 26-29; 16, 19-24; 17, 12-17; 23, 12-22; en las catorce Cartas Paulinas; en las siete Cartas Católicas, etc.
Más modernamente el honorable señor J. A. Dupin, antiguo fiscal del Tribunal Supremo de Francia, publicó un opúsculo titulado Jesús devant Caïphe et Pilate (Jesús ante Caifás y Pilatos, Ed. Garnot, París 1850), como una réplica al judío Salvador, que había intentado legitimar el juicio y la condena de Jesús en un tratado que llamó Histoire des institutions de Moïse et du peuple hébreu (Historia de las instituciones Mosaicas y del pueblo hebreo, Tomo I, I. IV, Cap. III, Juzgamiento y condena de Jesús). En el escrito de Dupin resplandecen la claridad y la ciencia y su respeto a Jesucristo. Más aún, creo que es una profesión de fe cristiana antes de que muriera en brazos del Arzobispo de París, Monseñor Darboy.
Sin embargo y a pesar de ser luminoso el trabajo de Dupin, la cuestión no quedó agotada. Se reconoce, claro está la mano del fiscal del Tribunal Supremo, a quien sólo le bastan algunas barbaridades judiciales para declarar que semejante juicio merecía, sin dudas, la casación. Treinta años después de esto, dos hermanos mellizos, Agustín (1836-1909) y Joseph Lémann (1836-1915), judíos de nacimiento y religión, que se habían convertido a la fe cristiana y abrazando posteriormente el sacerdocio, retomaron el tema iniciado por Dupin e hicieron una publicación que se llamó Valeur de l’assemblée qui prnonça la peine de mort contre Jésus-Christ (Valor de la asamblea que pronunció la pena de muerte contra Jesucristo, 1881).
Con muy buen tino estos dos sacerdotes introducen en los textos de Dupin, el estudio de las personas que integraban el Sanedrín de Jerusalén de aquel tiempo y algunos de sus antecedentes. Digamos que de aquellos 70 integrantes del Sanedrín, ellos pudieron localizar unos 35, que no es poco, porque antes no teníamos nada, por lo menos en lo que a mí concierne. La sorpresa fue mayor cuando vengo a enterarme de mano de estos dos religiosos, que escriben “como hijos de Israel”, que de estos 35 personajes localizados, los 35 eran bandidos del aquelarre. Me imagino lo que habrán sido los restantes 35 si se sentaban en la sala de piedras de sillería, codo a codo, con estos otros, los toleraban y hacían causa común con ellos.
A este mérito de los mellizos Lémann, se suma el hecho de retomar el proceso contra Jesús y analizarlo, paso a paso, desde el punto de vista de la legislación penal hebrea. Entonces brotan rápidamente las injusticias por el quebrantamiento sistemático de la ley escrita, y cuya sumatoria termina en la iniquidad que todos conocemos.
A fines de octubre de 2005, un sobrino mío me alcanzó estos textos. Al hojearlos, simplemente, me di cuenta que no eran escritos para leer, digamos, sino para sentarse y estudiarlos. Y así lo hice con algunos apuntes viejos que me sirvieron de referentes. Poco había andado en esto cuando caí en la cuenta que a los hermanos Lémann se les quedaron, seguramente de manera involuntaria, algunas cosillas en el tintero. Era necesario que ellas fuesen puestas de manifiesto. Así nace este nuevo apunte, montado a caballo de Dupin y de los dos sacerdotes, y que en realidad debería llamarse Lo que se les olvidó a los hermanos Lémann.
No está de más decir que el tema no está agotado. Ni mucho menos. Y confieso que en realidad lo escribo con la esperanza de que así como me ocurrió a mí, le suceda a otro, y profundice más aún sobre la forma en que se llevó a cabo esta infamia..
LA SESION DE LA NOCHE
Para procesar a Jesús se dedicaron, como ya lo he dicho, dos sesiones de la asamblea Sanedrín. La primera se llevó a cabo en la noche del 14 de nisan (marzo). La segunda fue convocada para la mañana del día siguiente.
De esta manera entonces encontramos reunido al Sanedrín (del griego synédrion, que significa reunión de personas sentadas), o como lo llamaban en aquellos tiempos Gran Consejo (Concilium en la Vulgata) o Tribunal Supremo de los judíos (que no es otro que el Guerusía del Segundo Libro de los Macabeos). Pero esta vez no se reunirán secretamente (al estilo del espeluznante cuadro que pinta el descorazonado Ezequiel en 8, 1-18), sino públicamente. Lo podemos ver completo con sus 70 miembros que representan a los tres corporaciones de la nación judía: la Cámara de los Sacerdotes (con 23 miembros); la Cámara de los Escribas y Doctores (también con 23 miembros); la Cámara de los Ancianos (de 23 miembros), y su Presidente, Caifás, que desde hacía ocho años era el Sumo Sacerdote. Estos números fueron dados a conocer por el zelote y después historiador Flavio Josefo (Guerra de los Judíos, II, XX, 5) y Maimónides o el Nuevo Moisés (Yad-Schazaka, Mano Poderosa) o Compendio del Talmud, Libro XIV (Constituciones del Sanedrín, Cap. I).
Para comenzar decimos que al arresto de Jesús lo debemos constatar documentalmente: Los que habían arrestado a Jesús lo condujeron a la casa del Sumo Sacerdote Caifás, donde se habían reunido los escribas y los ancianos, Mt. 26, 57 y reiterado en Mc. 14, 53-65; Lc. 22, 54-55, 63-71; Jn. 18, 24, 15-16.
LA PRIMERA INJUSTICIA : Un secuestro que parece una detención.
La ley judía prohibía los procesos nocturnos: Puede tratarse un asunto capital durante el día, pero debe suspenderse durante la noche (Mischná, tratado Sanedrín, Cap. IV, Nro. 1).
Que era de noche cuando se detuvo a Jesús nos lo dice Juan: Y en seguida, después de recibir el bocado, Judas salió. Ya era de noche, Jn. 13, 30. Que los soldados autores del secuestro eran judíos y no romanos como lo muestran las películas de Hollywood, también nos lo dice el Apóstol Juan: Entonces Judas, al frente de un destacamento de soldados, Jn. 18, 3; y que ellos obedecían órdenes de por lo menos las dos terceras partes del Sanedrín nos lo expresa seguidamente: y de los guardias designados por los sumos sacerdotes y los fariseos, llegó allí con faroles, antorchas y armas.
Los faroles y hachos encendidos para iluminarse es otra prueba de que el rapto se llevó a cabo a altas horas de la noche, y en esto hay coherencia con los otros evangelistas (Mt. 26, 30, 36, 47-56; Mc. 14, 26, 32, 43-52 y Lc. 22, 39, 47-53).
No ha dejado de llamarme la atención lo de las armas. Porque un soldado tiene siempre su armamento de dotación. Es parte de su uniforme. El solo nombrarlo, si es que está de servicio como en este caso, involucra que se encuentra armado. Pero aquí se trata de otra cosa. Se mencionan las armas intencionadamente, como si se tratase de un pertrecho adicional al acostumbrado, o de otras armas más poderosas, fuera de las de dotación, pero que ignoramos cuáles fueron. ¿Para qué llevarían tal equipamiento los judíos si el hombre a secuestrar no estaba acusado de nada, y ni él ni sus seguidores tenían antecedentes de peligrosidad alguna o de ejercer violencias? De allí la pregunta que les hiciera Cristo (Lc. 22, 52).
Empleo la palabra secuestrar y su sinónimo raptar y no detener, que es la más usada en este episodio funesto, porque no habiendo acusación formal contra Jesús y no mencionarse la autoridad que dispuso su captura, se lo priva ilegítimamente de su libertad y se lo conduce maniatado a un determinado lugar, tal cual hacen los facinerosos con las personas inocentes para pedir rescate (que en este caso el pago era con la propia vida). Los judíos rodearon al hecho de ciertas formalidades para que pareciese un arresto a los ojos ignorantes de la plebe de ayer y a los indiferentes de la de hoy. Muchos se han creído esto de buena fe, como tal vez les ocurrió a los romanos de aquel entonces, completamente ajenos a estas malandanzas. Pero a poco de analizarlo, desapasionadamente, caemos en la cuenta de que fue un secuestro. Jurídicamente esta es la verdad: en aquel lejano ayer y en este presente hoy.
LA SEGUNDA INJUSTICIA: Reunión después del sacrificio vespertino.
Mientras esto ocurría en el Monte de los Olivos en una propiedad particular llamada Getsemaní, de los arrabales de Jerusalén, el Sanedrín, con sus 70 miembros distribuidos como he dicho, estaba reunido en el palacio de Caifás (Lc. 22, 54), contrariando la ley escrita: Sólo se reunirán desde el sacrificio matutino hasta el sacrificio vespertino (Talmud de Jerusalén, tratado Sanedrín, Cap. I, pág. 19).
LA TERCERA INJUSTICIA: Juzgan en vísperas de un día de fiesta.
La fecha del secuestro, indicada más arriba, era la del primer día de los ázimos, víspera de la gran fiesta de Pascua: No juzgarán ni la víspera del sábado, ni la víspera de un día de fiesta (Mischná, tratado Sanedrín, Cap. IV, Nro. 1).
PRIMER INTERROGATORIO A JESUS POR CAIFAS
LA CUARTA INJUSTICIA: El acusador se sienta como juez.
El Sumo Sacerdote interrogó a Jesús, Jn. 18, 19 (también en Mt. 26, 59-66; Mc.14, 55-64 y Lc. 22, 66-71). Quien lo interroga es Caifás, el que había declarado poco tiempo antes, en la reunión general del Sanedrín celebrada en su palacio cuando se produjo la resurrección de Lázaro (Jn. 11, 43-44), que el bien público reclamaba imperiosamente la muerte de Jesús de Nazaret (Jn. 11, 49-50). No dijo eso –agrega Juan- por sí mismo, sino que profetizó como Sumo Sacerdote que Jesús iba a morir por la nación (Jn. 11, 51). De donde se me viene a ocurrir que fue una profecía muy especial: que Caifás habría de cumplir usando su poder para instigar y luego decidir como si estuviese obligado a hacerlo. Por lo tanto no es una profecía en el sentido cabal del término, sino una amenaza que luego se cumple con un secuestro y tortura seguida de asesinato premeditado.
¿Cómo se debe entender esto, si lo vemos, no sólo con los ojos de hoy, si no también con los de aquel ayer? Que al que ha sido acusador se le permita sentarse como juez. Y más aún, como presidente de los debates. ¿Acaso los otros pudieron permitir y dejaron hacer cosa tan indigna o se comportaron y fueron sus cómplices? Porque todas las legislaciones humanas, aún las de tiempos más remotos, niegan al acusador el derecho a sentarse como juez.
Si un falso testigo se levanta contra un hombre y lo acusa de rebeldía, las dos partes en litigio comparecerán delante del Señor, en presencia de los sacerdotes y de los jueces en ejercicio, dice el Deuteronomio en 19, 16-17. Como se puede apreciar claramente, el acusador y el juez son personas distintas e imposibles de confundir. Pero Caifás se confunde, junto con los ancianos y sacerdotes de Israel que se dejan confundir. Ellos conocían a Caifás, el de la tribu de Anás, Sumo Sacerdote desde hacía ocho años como ya dije, amigo del gobernador Pilatos (F. Josefo, op. cit., XVIII, II, 2. Más aún: cuando subió Pilatos, extrañamente subió Caifás al Sanedrín en el año 25 d.C. y, cuando cayó Pilatos, extrañamente cayó Caifás en el año 35 d.C., por lo que ambos cubrieron sus cargos por once años), y sabían lo que había andado predicando pocos días atrás en el Sanedrín y en las calles. He ahí una monstruosidad jurídica.
Recordamos de paso que Anás era el suegro de Caifás. Había sido Sumo Sacerdote durante siete años bajos los gobiernos de Caponio, Ambivio y Rufo (del 7 al 11 d.C.) y, aunque ya no ocupaba el cargo se lo seguía consultando sobre todas las cuestiones de mayor gravedad. El pontificado perteneció a su familia cincuenta años, sin interrupciones, y cinco de sus hijos se revistieron de esta dignidad. El historiador Flavio Josefo dice que Anás fue considerado como “el hombre más feliz de su tiempo.” Sin embargo, en otra parte, asegura que su espíritu “era altanero, osado y cruel” (Antigüedades judías, XV, III, 1 y XX, IX, 1, 2;Guerra de los judíos, IV, v. 2, 6 y 7), todo lo cual coincide con Lc.3, 2; Jn. 18, 13-24 y Hech. 4, 6. En lo que a mí concierne no tengo un ápice de dudas de que Anás fue consultado antes, durante y después del proceso a Jesús y no sería de extrañar que muchas de estas maldades, injusticias y quebrantos hayan sido aconsejados por su boca “altanera, osada y cruel” como lo describe su compatriota y casi contemporáneo, lo que me exime de hacer comentarios
Tal vez sea por ello que el Apóstol Juan pone el acento sobre esta barbaridad en una repetida frase de la Pasión que es casi para los entendidos: Caifás era el que había aconsejado a los judíos: Es preferible que un solo hombre muera por el pueblo (Jn. 18,14).
Pero, pido un momento: ¿acaso esto puede ir más allá de Caifás? Es decir, ¿era Caifás el único del Sanedrín que estaba descalificado para sentarse como juez? Creo que no: A partir de aquel día –el de la reunión general del Sanedrín después de la resurrección de Lázaro-, resolvieron que debían matar a Jesús (Jn. 11, 53). Y, ¿quiénes resolvieron esto? Pues, todos los del Sanedrín.
De manera que todos, los 69 de las corporaciones nacionales del judaísmo más Caifas, Sumo Sacerdote, sentados ellos en sus poltronas de piedras de sillería, más que jueces eran asesinos complotados para la comisión de un delito premeditado y, como tales, sabían perfectamente cuál debía ser el final de aquel que tenían de pie y a su frente atado como un cordero (Jn. 18, 12).
LA SEPTIMA INJUSTICIA: No se examina la calidad de los testigos
Los sumos sacerdotes y todo el Sanedrín buscaban un falso testimonio contra Jesús para poder condenarlo a muerte, pero no lo encontraron, a pesar de haberse presentado numerosos testigos falsos (Mt. 26, 59-60 y Mc. 14, 55-56). Como Jesús había apelado a la presencia de los testigos y éstos, que fueron numerosos, dieron declaraciones que resultaron increíbles porque incurrían en permanentes contradicciones (Mc. 14, 56 y 59), no se podía formular una acusación o dictar sentencia, ¿qué habrían de hacer los del Sanedrín necesitados de un testimonio que permitiese una condena? Pues enviaron a los guardias judíos a buscar testigos entre la morralla callejera e incluso llegaron a ordenar que los sobornasen para asegurarse el resultado. Piense el lector qué pudieron encontrar los guardias judíos en la madrugada de aquel Jerusalén de hace dos mil años. Lo mismo que hoy se encuentra en las calzadas de cualquier ciudad: murciélagos azotacalles, calabacines y vagos trashumantes que viven a salto de mata; gente de noche y mesón. Bien: esta es la gente de donde el Sanedrín sacaría sus testigos para echárselos al rostro de Cristo.
Mas esto, que entra en la galería del terror, no es tanto como que con este procedimiento se quebranta la Ley dada por Dios a los judíos a través de Moisés: Los jueces investigarán el caso cuidadosamente, y si se pone de manifiesto que el acusador es un testigo falso y ha atestiguado falsamente contra su hermano, le harán a él lo mismo que él había proyectado hacer contra su hermano. Así harás desaparecer el mal de entre ustedes(Deut. 19, 18).
LA OCTAVA INJUSTICIA: No se tomó juramento a los testigos
La ley fundamental obligaba a los jueces a tomar juramento a los testigos antes de iniciarse su deposición, obligándolos a decir la verdad y nada más que la verdad: Piensa que una gran responsabilidad pende sobre ti(Mischná, tratado Sanedrín, Cap. IV, Nro. 5). Pero en el proceso a Jesús no hubo tal protocolo ni se cumplieron los juiciosos preceptos. Estos jueces perversos acaudillados por un maligno, que sobornaron testigos para que digan falsedades, caían ellos mismos, si vamos al caso, bajo el peso de lo que prescribía ley: No tendrás compasión: vida por vida, ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie (Deut. 19, 21).
LA NOVENA INJUSTICIA: Los jueces violan y hacen violar la Ley
Este proceder irregular con los testigos, que el Deuteronomio califica de infamia (Deut. 19, 20), obligaba al quebrantamiento de la norma en cuanto al correctivo que prescribe, no sólo para los jueces sino también para los otros que estaban bajo su jurisdicción y habían sido instigados por conductas aberrantes para la comisión de infamias. Es que desde mucho antes de estos episodios, los integrantes de estas corporaciones, habían dejado de ser jueces o, como en este caso, nunca lo fueron. Eran una caterva de homicidas complotados para difamar, torturar y derramar la sangre de un justo.
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