San Agustín de Inglaterra o de Cantorbery debe ser
considerado como el apóstol de los anglosajones, por ser quien, junto con los
treinta y nueve monjes que le acompañaban, dio comienzo en 596 a su conversión.
Es cierto que la primera idea y el impulso principal vino de San Gregorio Magno;
pero él fue quien echó sobre sus hombros y realizó una buena parte de aquella
empresa, que llegó a su feliz término a fines del siglo VII, hacia el año
680. Todo esto coloca a San Agustín de Cantorbery entre los grandes apóstoles
de Cristo, al lado de San Patricio de Irlanda, de San Bonifacio de Alemania y de
tantos otros evangelizadores de la fe.
Nada sabemos sobre su vida anterior al año 596,
en que dio comienzo a su gran empresa, sino que era monje y prior en el
monasterio de San Andrés, que San Gregorio Magno había fundado en Roma. En
Inglaterra había penetrado el cristianismo desde muy antiguo, según se
desprende de los testimonios de Tertuliano y Orígenes. Así, en pleno siglo IV,
sus habitantes, los bretones, eran en buena parte cristianos; pero, al retirarse
las legiones romanas a principios del siglo V, se vieron acosados por los pictos
y escoceses, y, no sintiéndose con fuerzas para defenderse contra ellos,
llamaron en su auxilio a los sajones del norte de Alemania. Efectivamente, hacia
el año 449 entraron éstos por la isla de Thanet y rápidamente fueron
conquistando la Gran Bretaña y, volviéndose contra los mismos bretones, los
fueron acorralando, a ellos y a los demás indígenas, a los territorios
occidentales de la isla. De este modo un buen número de bretones emigraron al
norte de Francia, al que dieron el nombre de Bretaña, y los demás quedaron
reducidos a los territorios de Gales y Cornualles. Aquí poseían los bretones
durante el siglo VI florecientes monasterios, excelentes príncipes cristianos y
grandes obispos, como San David de Menevia († 544) y los Santos Paterno,
Udoceo y otros. Mas, por otra parte, su odio nacional contra los anglosajones
fue creciendo de tal manera que imposibilitaba por completo cualquier intento de
evangelización. De este modo, el pueblo anglosajón persistía en el paganismo,
y en las siete provincias en que había dividido la Gran Bretaña el
cristianismo había prácticamente desaparecido.
Pero lo que los cristianos bretones, movidos de
su odio nacional contra los anglosajones, no querían o no podían realizar, es
decir, la conversión de este pueblo pagano, lo intentó y realizó el Romano
Pontífice desde Roma. Ya fue un buen principio el hecho de que, a fines del
siglo VI, el joven rey de Kent, Ethelberto, aunque pagano, tomó por esposa a la
cristiana Berta, hija del rey merovingio de Francia, y al mismo tiempo la dejó
en plena libertad para practicar su religión. Tal vez este hecho fue el que
suscitó en San Gregorio Magno (590-604) la idea de la evangelización de tan
noble pueblo. El hecho, bien atestiguado por los historiadores antiguos, es que
este gran Papa dio orden al presbítero Cándido, administrador suyo en los
territorios provenzales pertenecientes al patrimonio de San Pedro, para que le
procurara algunos esclavos anglosajones, muy abundantes entonces en el puerto de
Marsella. Su plan era educarlos en algunos monasterios de Roma y enviarlos luego
a evangelizar a sus compaisanos de la Gran Bretaña.
Pero San Gregorio Magno, el hombre de las grandes
empresas, no tuvo paciencia para esperar la realización de este plan, que
necesariamente debía ser muy lento. La circunstancia de la muerte, a principios
del 596, del rey de Austrasia y la subida al trono de Brunequilda, tan adicta a
los planes de San Gregorio, acabó de determinarlo. Efectivamente, el mismo año
596 escogió al abad Agustín, bien conocido por la solidez de sus virtudes y su
espíritu ardiente y emprendedor, que no se arredraba ante ninguna dificultad
cuando se trataba del servicio de Dios, para que, acompañado de un buen número
de monjes misioneros, acometiera aquella gloriosa empresa de la conversión de
Inglaterra. Escogidos, pues, los treinta y nueve monjes que debían acompañarle,
partieron en la primavera del año 596 para Francia en dirección a la Gran
Bretaña.
Llegados a la Provenza, se detuvieron unos días
en el célebre monasterio de Lerins, donde fueron magníficamente acogidos por
su abad Esteban, el obispo de Aix, Protasio, y el patricio Arigio. Ansioso San
Agustín de dar comienzo a su empresa, siguió preparando todo lo que era
necesario para la misión de Inglaterra; pero, entretanto, sus compañeros se
espantaron de tal manera al escuchar de los monjes de Lerins las descripciones
sobre las dificultades de la conversión de los anglosajones, y sobre todo sobre
la extrema crueldad de este pueblo, que Agustín se vio forzado a volver con
ellos a Roma.
Pero San Gregorio Magno no retrocedía fácilmente
ante una empresa comenzada. Haciéndose cargo de las inmensas dificultades que
se oponían a tan ardua empresa, con la afectuosa energía que le era característica,
procuró suscitar en el corazón de aquellos misioneros los sentimientos de
generosidad con el Señor, que los escogía para una obra tan de gloria suya;
invistió a San Agustín con la dignidad abacial, les proveyó abundantemente de
cartas de recomendación para los obispos de Francia y la reina Brunequilda, y
de este modo partieron de nuevo, llenos del mayor entusiasmo, para Inglaterra.
Pasaron el invierno en Autun, siguieron luego por Orleáns y Tours, y,
finalmente, acompañados de algunos intérpretes, se embarcaron, probablemente
en Boulogne, con rumbo a la Gran Bretaña.
Era la hora señalada por la Providencia. En la
primavera del año 597 San Agustín de Inglaterra, con el ejército de monjes
que le acompañaban, desembarcaba en la isla de Thanet, es decir, en el mismo
lugar donde siglo y medio antes habían desembarcado los invasores. La segunda
conquista de Inglaterra que ahora se emprendía, era más difícil y debía
durar más tiempo que la primera; era de un tipo puramente espiritual. Las crónicas
antiguas se complacen en presentarnos a la figura, casi gigantesca, de San Agustín,
que sobresalía por encima de todos los demás. Al acudir el rey Ethelberto a su
llamada, los misioneros aparecieron ante él llevando por delante una gran cruz
y recitando procesionalmente las letanías. Impresionado el rey ante aquel
espectáculo y ante la petición que se le hacía de que se les concediera
amplia libertad para predicar el Evangelio, quiso primero escuchar una exposición
sumaria sobre la doctrina cristiana y la obra redentora de Jesucristo, y luego
concedió generosamente lo que le suplicaban.
Agustín y sus compañeros pusieron al punto
manos a la obra. Dirigiéronse a Dorovernum o Cantorbery, capital de la
provincia o reino de Kent, y allí junto a la capilla de San Martín, utilizada
por el capellán de la reina Berta, Liudardo, establecieron su primera
residencia e iniciaron la predicación. El pueblo acudía espontáneamente a la
explicación del Evangelio de Cristo, y, viendo el admirable ejemplo de San
Agustín y sus compañeros, se sentían impulsados a la doctrina que les
anunciaban. La primera conversión insigne fue la del mismo rey, ya preparada
por la suave influencia de su cristiana esposa y el trabajo paciente de su
capellán. Después de instruido convenientemente, el 2 de junio del año 597,
recibió las aguas del bautismo.
Con todo esto se fue preparando el gran acto de
las Navidades del 597, que marcan, indudablemente, el punto de partida de la
conversión en masa del pueblo anglosajón. Con su acostumbrada prudencia,
Ethelberto quiso dejar en plena libertad religiosa a todos sus súbditos, y así
gran número de nobles, guerreros y masas del pueblo continuaron recibiendo la
instrucción necesaria, hasta que el 25 de diciembre se celebró con gran
solemnidad el bautismo de una inmensa muchedumbre, que algunos elevan a diez
mil. Entre esta multitud de nuevos cristianos se hallaban muchos miembros de la
más elevada nobleza de Kent. El celo apostólico de San Agustín recibía su
primera recompensa. Con esto quedaba él consagrado como el apóstol de los
anglosajones, el apóstol de Inglaterra.
Fácilmente se comprende la inmensa alegría que
experimentó el Papa San Gregorio Magno al recibir la noticia de todos estos
acontecimientos de boca del presbítero Lorenzo y del monje Pedro, enviados
expresamente a Roma por San Agustín. Su ensueño era ya una realidad. Sin poder
contener su entusiasmo, escribió al punto a su amigo Eulogio, patriarca de
Alejandría, dándole cuenta de tan halagüeñas noticias. Asimismo dirigió
sendas cartas de congratulación a sus colaboradoras, Brunequilda, reina de
Austrasia y Neustria, y Berta, esposa de Ethelberto, de Kent. Pero, sobre todo,
escribió a San Agustín, héroe principal e instrumento de Dios en la conversión
de Inglaterra.
Por su parte, Agustín procuró desde entonces
asegurar y llevar adelante la obra comenzada. Para ello, sea antes del gran acto
de las Navidades, sea poco después de él, se dirigió a Francia, y allí
recibió del obispo de Arlés la consagración episcopal. Por otra parte, el
presbítero Lorenzo y el monje Pedro volvieron pronto de Roma cargados de
reliquias, instrumentos del culto y libros religiosos, que fascinaban a los
pueblos recién convertidos; pero, sobre todo, traían consigo nuevos
misioneros, que el Papa enviaba a Inglaterra. Ethelberto, por su parte,
colaboraba a esta grandiosa obra de San Agustín. Hizo donación de su propio
palacio, que al punto fue convertido en monasterio y residencia del obispo, En
lugar de un templo pagano, hizo levantar una iglesia cristiana, dedicada a San
Pancracio, y no lejos de allí hizo construir la abadía de San Pedro y San
Pablo, que más tarde tomará el título de abadía de San Agustín, tumba de
los reyes y obispos de Kent. En el interior de la ciudad se elevará la iglesia
de Cristo, que recordará la basílica de Letrán, de Roma.
De este modo, la obra de San Agustín realiza rápidos
progresos. Por esto, el año 601 envía de nuevo a Roma sus legados Lorenzo y
Pedro, quienes informan ampliamente al Papa y le piden nuevos misioneros y
abundantes instrucciones para su obra de evangelización. A todo accede San
Gregorio Magno, lleno de comprensión y entusiasmado ante el heroísmo de
aquellos abnegados apóstoles. Una nueva expedición de doce misioneros sale de
Roma para Inglaterra en junio de 601, bajo la dirección de Melitón. Este lleva
a San Agustín las respuestas del Papa a multitud de consultas de orden
disciplinario y litúrgico, donde, dando el más insigne ejemplo de prudencia y
comprensión y de lo que hoy día se denomina espíritu de acomodación, da
disposiciones acertadísimas. Respecto de los templos "no conviene —decía—derribarlos,
sino solamente los ídolos en ellos existentes". De un modo semejante, por
lo que se refiere a las costumbres nacionales, "como hay costumbre —le
dice— de hacer sacrificios de bueyes a los demonios, es conveniente cambiarla
en una fiesta cristiana. Así las fiestas de la Dedicación y de los Mártires
podrían celebrarlas por medio de banquetes fraternales".
Junto con estas instrucciones, los nuevos
misioneros y legados del Papa traían a San Agustín otras misivas importantes.
En primer lugar, le entregaron de parte del Papa el palio arzobispal, a lo que
se añadía su nombramiento como primado de todas las iglesias de Inglaterra.
Como complemento de todo, enviaba el Papa un plan completo de la organización
jerárquica de toda la Gran Bretaña o la Heptarquía. que sólo, poco a poco,
se fue realizando. Ante todo, Londres y York, ya desde los bretones sedes
episcopales, eran constituidas en metropolitanas para el sur y norte de
Inglaterra, y a cada una se le asignaban doce sedes episcopales sufragáneas.
Tal fue el conjunto de las instrucciones y
disposiciones enviadas por San Gregorio Magno a Inglaterra el año 601.
Indudablemente, las disposiciones sobre la organización jerárquica eran
prematuras. Pronto se vio que, en lugar de Londres, era preferible erigir a
Cantorbery como metropolitana y juntamente primada de Inglaterra. Con el
entusiasmo y el optimismo suscitado en Roma por los triunfos obtenidos, fácilmente
se imaginaban que la conversión de toda la Heptarquía era cuestión de poco
tiempo. Esto iría enseñando que en asunto tan importante sólo se podía
avanzar lentamente.
Así, pues, por el momento, San Agustín era el
único obispo para la Gran Bretaña sajona. Pero mientras los demás misioneros,
alentados con los nuevos estímulos y nuevos instrumentos recibidos de Roma, y
robustecidos con la nueva falange de apóstoles, continuaban avanzando en la
evangelización del territorio de Kent, San Agustín realizaba, por así
decirlo, un intento de carácter diplomático. Concibió, pues, el plan de
entrevistarse con los dirigentes de la iglesia bretona, con el fin de llegar a
un acuerdo, con lo cual obtendría de ellos gran abundancia de misioneros. Le
era bien conocido el odio existente entre las dos razas; pero era necesario
intentar la unión, con la esperanza de que el espíritu cristiano se
sobrepusiera a todos los rencores nacionales. Llegóse, pues, el mismo año 601
a una asamblea entre San Agustín y los obispos y literatos bretones,
representantes de su pueblo, venidos del gran monasterio de Bangor. San Agustín
se presentó como legado pontificio, y pidió únicamente estas tres cosas: que
renunciaran a su cómputo pascual; que siguieran el rito romano en la celebración
del bautismo, dejando un conjunto de ceremonias especiales usadas entre ellos, y
que trabajaran con los romanos en la evangelización de los anglosajones. Fue
imposible llegar a un acuerdo. Ni podían avenirse a reconocer la autoridad
superior de San Agustín, ni a abandonar sus ritos llamados culdeos,
y mucho menos a evangelizar a sus mortales enemigos, los anglosajones.
Reducidos, pues, a sus propias fuerzas, San Agustín
y sus compañeros se lanzaron con nuevos bríos al trabajo de misionización. De
este modo, en 604, a la muerte del gran protector de Inglaterra, San Gregorio
Magno, se pudo establecer un segundo obispado en Rochester con su primer obispo,
justo, quien inició sus ministerios en una humilde iglesia con el título de
San Andrés. Al mismo tiempo se organizó un tercer obispado en Londres,
mientras se iniciaba la evangelización de Essex. En efecto, Londres era la
capital de la provincia o reino de Essex, y allí residía su príncipe Sébert,
sobrino de Ethelberto de Kent. Envíale, pues, éste algunos misioneros, a cuya
cabeza iba Melitón, a quien se nombró obispo de la nueva iglesia de Londres.
El mismo Ethelberto sufragó los gastos para la construcción de la primera
iglesia, dedicada a San Pablo, con todo lo cual se inició la misión de Essex,
que poco después fue tomando rápido incremento.
Hasta este punto llegó la obra de San Agustín
en la conversión de la Gran Bretaña sajona, Al morir él en mayo de 605 sucedióle
su discípulo predilecto Lorenzo, consagrado por él poco antes de morir. El
territorio de Kent quedaba convertido en una buena parte, y se había iniciado
la conversión de Essex. Además del obispado de Cantorbery existían los dos de
Rochester y Londres. No era muy grande la extensión alcanzada por las
conversiones anglosajonas, pero la semilla estaba echada. Aun estos territorios
evangelizados tuvieron que atravesar una difícil prueba; pero la semilla se
desarrolló después hasta llegar, durante todo el siglo VII, a la conversión
de toda la Heptarquía. La encarnizada oposición entre los bretones y los
anglosajones continuó durante largos años, hasta que, al fin, el año 664 se
llegó a la definitiva unión, si bien a costa de alguna escisión dolorosa.
Se ha pretendido rebajar el mérito de la obra y
la personalidad de San Agustín de Inglaterra atribuyendo, por un lado, toda la
gloria a San Gregorio Magno, y, por otro, echándole a él la culpa de la desunión
con los bretones. Pero esto es sacar las cosas de sus quicios. En los comienzos
de la gran empresa de la conversión de los anglosajones San Gregorio Magno,
tiene la gloria de haberla ideado y protegido, y San Agustín la no menos grande
de haberla realizado. Por otra parte, la desunión entre los bretones y
anglosajones era cuestión de razas, exacerbada por los excesos cometidos por
los invasores, y sólo con el tiempo pudo ser poco a poco superada. San Agustín
fue sumamente venerado en la Edad Media y merece justamente el título de apóstol
de la Gran Bretaña.
BERNARDINO LLORCA, S. I.
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