28 de mayo
SAN AGUSTÍN, ARZOBISPO DE CANTERBURY
Vidas de los Santos de A. Butler
(C. 605 p.c.) - Cuando el Papa San Gregorio el
Grande comprendió que había llegado el momento de emprender la
evangelización de la Inglaterra anglosajona, escogió como misioneros a
treinta o más monjes del monasterio de San Andrés, en la Colina Coeli.
Como jefe de la expedición nombró al prior del monasterio, Agustín. San
Gregorio debía tenerle en muy alta estima para confiarle la realización
de un proyecto tan caro a su corazón. La expedición partió de Roma en
596. Cuando los misioneros llegaron a la Provenza, tuvieron las primeras
noticias de la ferocidad de los anglosajones y de los peligros que les
aguardaban al otro lado del Canal de la Mancha. Muy descorazonados por
ello, convencieron a Agustín para que volviese a Roma a fin de hacer ver
al Pontífice que se trataba de una aventura imposible. Pero San
Gregorio, por su parte, estaba informado de que los ingleses no eran
hostiles al cristianismo, de suerte que ordenó a Agustín que volviera a
reunirse con sus hermanos. Las palabras de aliento que les envió el Sumo
Pontífice, dieron valor a los misioneros para seguir adelante. La
expedición desembarcó en la isla de Thanet, gobernada entonces por el
rey Etelberto de Kent. En nuestro artículo del 25 de febrero sobre San
Etelberto relatamos ya en detalle el primer encuentro: los misioneros
acudieron a presentar sus respetos al rey, quien los recibió sentado
bajo una encina, les ofreció en Canterbury una casa, la antigua iglesia
de San Martín f les dio permiso de predicar el cristianismo a sus
subditos.
Etelberto recibió el bautismo el día de
Pentecostés del año 597. Casi inmediatamente después, San Agustín fue a
Francia, donde San Virgilio, el metropolitano de Arles, le consagró
obispo. En la Navidad de ese mismo año, muchos de los subditos de
Etelberto recibieron el bautismo en Swale, como lo relató gozosamente
San Gregorio en una carta a Eulogio, patriarca de Alejandría. Agustín
envió a Roma a dos de sus monjes, Lorenzo y Pedro, para que informasen
al Papa sobre los acontecimientos, le pidiesen más misioneros y le
preguntasen su opinión sobre varios asuntos. Los misioneros volvieron a
Inglaterra con el palio para Agustín, acompañados por un nuevo
contingente de evangelizadores, entre los que se contaban San Melito,
San Justo y San Paulino. Beda escribe: "Con esos ministros de la
Palabra, el Papa envió todo lo necesario para el servicio divino en la
iglesia: vasos sagrados, manteles para los altares, imágenes para las
iglesias, ornamentos para los sacerdotes, reliquias y también muchos
libros." El Papa explicó a Agustín cómo debía proceder para fundar la
jerarquía en todo el país y dio, tanto a Agustín como a Melito,
instrucciones muy prácticas acerca de otros puntos. No debían destruir
los templos paganos, sino purificarlos y emplearlos como iglesias.
Debían respetar en cuanto fuese posible las costumbres locales y
sustituir las fiestas paganas por las de los mártires cristianos y las
de la dedicación de las iglesias. San Gregorio escribía: "Para llegar
muy alto hay que avanzar paso a paso y no a saltos."
San Agustín reconstruyó en Canterbury una
antigua iglesia, la cual, junto con una casa de troncos, formó el primer
núcleo de la basílica metropolitana y del futuro monasterio de "Christ
Church". Ambos edificios se hallaban en el sitio que ocupa actualmente
la catedral que Lanfranco empezó a construir en el año 1070. Fuera de
las murallas de la ciudad, San Agustín fundó el monasterio de San Pedro y
San Pablo. Después de su muerte, el monasterio tomó el nombre de abadía
de San Agustín, y en ella fueron sepultados los primeros arzobispos.
La evangelización de Kent avanzaba lentamente.
San Agustín empezó entonces a pensar en los obispos de la antigua
Iglesia, que habían sido arrojados por los conquistadores sajones a las
regiones salvajes de Gales y Cornwall. Aislada del resto de la
cristiandad, la Iglesia conservaba en aquellas comarcas algunas
costumbres que diferían de la tradición romana. San Agustín invitó a los
principales obispos a reunirse con él en un sitio de los confines de
Wessex, que todavía en tiempos de Beda se conocía con el nombre de "la
encina de Agustín". Ahí los exhortó a adoptar las costumbres del resto
de la Iglesia de occidente y les pidió que le ayudasen en la tarea de
evangelizar a los anglosajones. Para demostrar su autoridad, San Agustín
obró una curación milagrosa en presencia de los obispos; pero éstos se
negaron a seguir el consejo del santo, por fidelidad a la tradición
local y por rencor contra los conquistadores. Más tarde, se llevó a cabo
otra reunión que fracasó también: como Agustín no se levantó de su
asiento cuando llegaron los otros obispos, éstos interpretaron su
actitud como falta de humildad y se negaron a prestarle oídos y a
reconocerle por metropolitano. Desgraciadamente, según cuenta la
tradición, San Agustín profirió entonces la amenaza de que "si no
querían hacer la paz como hermanos, se les haría la guerra como
enemigos." Algunos autores afirman que esta profecía se cumplió diez
años después de la muerte de San Agustín, cuando el rey Etelfrido de
Nortumbría derrotó a los británicos en Chester y asesinó a los monjes
que habían ido a Bangor Iscoed a orar por la victoria.
El santo pasó sus últimos años empeñado en
difundir y consolidar la fe en el reino de Etelberto e instituyó las
sedes de Londres y Rochester. Unos siete años después de su llegada a
Inglaterra, San Agustín pasó a recibir el premio celestial, hacia el año
605, el 26 de mayo. En Inglaterra y Gales se celebra su fiesta en ese
día; pero en los otros países se le conmemora el 28 de mayo.
San Agustín escribió con frecuencia a San
Gregorio el Grande para consultarle acerca de cuantas dificultades
encontraba en su ministerio. Ello demuestra su delicadeza de conciencia,
ya que, en muchas cosas en que hubiese podido decidir por su propio
saber y prudencia, prefería consultar al Papa y atenerse a sus
decisiones. En cierta ocasión, San Gregorio exhortó a San Agustín a
guardarse de las tentaciones de orgullo y vanagloria que podían
asaltarle a causa de los milagros que Dios obraba por su intermedio:
"Alégrate con temor y teme con alegría ese don que el cielo te ha
concedido. Debes alegrarte, porque los milagros exteriores atraen a los
ingleses a la gracia interior. Pero debes temer que los milagros te
hagan concebir una gran estima de ti mismo, porque con ello
transformarías en vanagloria lo que debe servir para el honor de Dios . .
. No todos los elegidos hacen milagros y, sin embargo, sus nombres
están escritos en el cielo. Los verdaderos discípulos de la Verdad sólo
deben regocijarse del bien que todos comparten y en el que encontrarán
el gozo interminable."
En el texto y las notas de la edición hecha por Plummer de la Historia Ecclesiastica
de Beda, se encontrarán prácticamente todos los documentos fidedignos
que poseemos sobre la vida de San Agustín. Los biógrafos y cronistas
posteriores —como Goscelin (Acta Sanctorum, mayo, vol. VI),
Guillermo de Malmesbury, Tomás de Elmham y Juan Brompton— no añaden nada
importante. Las fuentes galesas son también tardías y poco fehacientes.
La biografía del I'. A. Brou, .St. Augustine of Canterbury and his Companions (trad. ingl. 1897) es excelente. En Lives of the English Saints
de Newman, el canónigo F. Oakeley publicó una biografía muy seria e
inteligente de San Agustín; la obra data de la época en que todavía era
anglicano. Ver F. A. Gasquet, The Mission of St. Augustine
(1925); F. M. Stenton, Anglo-Saxon England (1943), pp. 104-112; A. W.
Wade-Evans, Welsh Christian Origins (1934), discute inteligentemente la
cuestión del "British trouble"; y la importante obra de S. Brechter, Die Quellen zur Angelsachsenmission Gregors der Grossen (1941), de la que hay una reseña en Analecta Bollandiana, vol. LX (1942). Cf. W. Levison, England and the Continent... (1946), p. 17.
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