21 de febrero
BEATO ROBERTO SOUTHWELL y COMPAÑEROS,
Mártires
Mártires
Vivo, pero mi vida es muerte constante;
Muero, pero mi muerte es vida sin fin;
Mi muerte-vida es una negación de mi vida-muerte
Y la Vida que me espera coronará mi vida mortal. (Beato Roberto Southwell).
Muero, pero mi muerte es vida sin fin;
Mi muerte-vida es una negación de mi vida-muerte
Y la Vida que me espera coronará mi vida mortal. (Beato Roberto Southwell).
En el día de hoy conmemora la Iglesia, a uno de los más insignes mártires de la Edad Moderna en Inglaterra, el P. Roberto Southwell, de la Compañía de Jesús; y juntamente a otros veinte que, en diferentes ocasiones, dieron su sangre por Cristo durante la terrible persecución que siguió al establecimiento del anglicanismo en la Gran Bretaña. A estos últimos se los designa como compañeros, no porque hubieran sufrido el martirio juntamente con el P. Southwell, sino porque se asociaron a él, derramando su sangre por la fe cristiana en diversos tiempos desde 1594 a 1679.
El P. Roberto Southwell tiene una doble significación en la fiesta de hoy. La primera es la propia e individual, por su particular significación y méritos personales en la Iglesia de Inglaterra. Como tal, indudablemente destaca entre los otros mártires ingleses conmemorados en este, día. Pero, además, diríamos que tiene la significación de ejemplo o de símbolo. Se conmemora, pues, de un modo especial su actividad apostólica durante aquella terrible persecución, las horribles torturas que tuvo que sobrellevar y el glorioso martirio que sufrió, indicando al mismo tiempo que algo semejante se pudiera decir de cada uno de los otros mártires conmemorados. Se presenta este martirio en particular como una especie de muestra de los que sufrieron todos los demás. Procedente el P. Roberto Southwell de una noble y rica familia católica, nació en Norfolk en 1561. Preocupados sus padres por su educación católica, lo enviaron a Douai, donde fue discípulo del célebre teólogo jesuita P. Leonardo Lessio. Luego continuó su estudio en París y, contando sólo diecisiete años, pidió su admisión en la Compañía de Jesús, gracia que por el momento no consiguió, dando con ello ocasión al primer escrito que de él poseemos, donde se explaya en ansias amorosas hacia Dios y manifiesta la estima que tiene de la vocación. Sin embargo, el mismo año 1578 fue admitido en la Orden e ingresó en el noviciado de Roma. Cursados luego allí brillantemente los estudios, fue ordenado sacerdote en 1584, y dos años después partía para su ansiada misión de Inglaterra. Ya en esta primera etapa de su vida religiosa aparecen sus extraordinarias cualidades de escritor, como puede verse en las cartas y otros escritos que de él se han conservado. En ellos se descubre, ante todo, el intenso amor de Dios en que se abrasaba y el tierno amor que profesaba a su vocación. "¡Cuán grande es, escribe, la perfección que se exige de un jesuita; pues debe estar dispuesto en cualquier momento a partir para cualquier parte del mundo y a cualquiera clase de gente, sean herejes, turcos, paganos o bárbaros!" En esta actitud, en efecto, se encontraba él, como lo demostró en su entrada en Inglaterra. Pero entonces dio igualmente las más claras pruebas de las ansias de martirio que lo consumían. Conocía perfectamente la situación en que se encontraban los hijos de la Compañía de Jesús que trabajaban en Inglaterra, y los gravísimos peligros a que estaban expuestos en cada momento. Tuvo noticia del martirio de Edmundo Campion, el protomártir jesuita de Inglaterra, y con este motivo compuso una de sus más inspiradas composiciones, en que aparecen juntamente sus condiciones de poeta y cómo se daba perfecta cuenta de que podía sucederle a él lo mismo que a Campion. En estas disposiciones entró el P. SouthweIl en Inglaterra, donde durante seis años desarrolló una intensa actividad apostólica. Después de un corto período de trabajo, en el que se veía obligado constantemente a disfrazarse de las más variadas maneras, a cambiar de habitación y a correr siempre en busca de las almas, quedó algún tiempo como capellán de la condesa Ana de Arundel, tan benemérita de la causa católica, y cuyo esposo murió poco después mártir y es venerado como Beato. Sin embargo, como se sabía que ya los espías habían dado aviso de la entrada del P. Southwell en Inglaterra, se mantuvo durante dos años enteramente oculto. Ni los criados de la casa tenían noticia de él, para lo cual se veía obligado a comer de las sobras de la mesa. Al amparo de las sombras de la noche, salía para ejercer su apostolado. Pasados estos dos años, y suponiendo que el peligro era menor, intensificó su trabajo entre los católicos, que tan faltos se hallaban de aliento espiritual en medio de tantos peligros. Para ello se sirvió de la pluma, componiendo en este tiempo algunos escritos y aún poesías, que le han dado fama de buen escritor y exquisito poeta lírico. Todo esto se imprimía en una imprenta clandestina, instalada en la misma casa de la condesa de Arundel y contribuyó eficazmente a levantar los ánimos de los católicos. Escribió asimismo una carta al esposo de la condesa, preso en la Torre de Londres. Son preciosos los pensamientos sobre el martirio como el mejor medio de probar a Dios nuestro amor y nuestra fe. De particular importancia fueron otros dos escritos publicados por el P. Southwell en este tiempo. El primero es una carta, en la que trataba de instruir debidamente y proporcionar armas para la defensa de su fe a los sacerdotes y a los dirigentes seglares. El segundo era otra carta dirigida a su propio padre, que se había enfriado en la fe católica, donde con verdadera ternura de hijo, trata de inducirlo a volver al verdadero sendero de Dios. Pero el escrito más interesante es la célebre y conmovedora súplica redactada en 1591. Va dirigida a la reina Isabel, y en ella procura convencerla de que debe cesar aquella persecución, fundada en la falsa creencia de que los católicos eran traidores a su persona. Un buen número de poesías, como las Lágrimas de Magdalena, sirvieron maravillosamente para consolar y alentar a los católicos. Con todo esto, no es de sorprender que, a pesar del cuidado con que se procedía, el nombre del P. Southwell fuera universalmente conocido, incluso entre los anglicanos, que ansiaban hacerlo desaparecer. La traición de la hija de Ana, de la familia Bellamy, a donde había ido a ejercer sus ministerios sacerdotales, lo puso finalmente en manos del verdugo Topcliffe. Era el 5 de junio de 1592. Con satisfacción y jactancia pudo escribir éste a la reina: "Nunca se ha logrado apresar una persona tan importante". Allí, pues, con las anuencia del omnipotente valido de la reina, lord Cecil, lo sometió a las más horribles torturas que pudo inventar su espíritu sanguinario y su concentrado odio a los católicos y, sobre todo, a los jesuitas. Hasta diez veces, según testificó más tarde la misma víctima, lo sometió a un horrible tormento inventado por él, en el cual se suspendía a la víctima de una pared atándole las muñecas con unas argollas y quedando suspendido con el consiguiente descoyuntamiento de miembros, y en esta forma se le dejaba seis, siete y más horas, hasta que llegaba a desvanecerse, En medio de tan duras torturas, que se repitieron durante varios meses, mantuvo el P. Roberto Southwell aquella firme constancia que llegó a admirar al mismo lord Cecil, quien presenció alguna vez tan inaudito tormento. Por esto llegó éste a escribir que ya no sería solamente la Roma antigua la que podía gloriarse con la constancia y heroísmo de sus mártires, sino que también la época moderna e Inglaterra mismo poseía aquel jesuita, que, sometido hasta trece veces a aquella tortura, no había titubeado en la fe. Ante el evidente fracaso de este intento de doblegar la firmeza del P. Southwell, fue éste conducido a la cárcel de Gatehouse, donde pasó dos meses en medio de tanta suciedad y miseria, que llegó a ser presa de los más repugnantes parásitos. Poco después fue trasladado a la tristemente célebre Torre de Londres, donde pasó otros tres meses en la más absoluta soledad. Esta fue aprovechada por él para la composición de algunas de las más preciosas poesías y otras obras que salieron de su pluma. En ellas palpita el más ferviente amor a Dios, por el que está dispuesto a ofrecer su propia vida; presenta de la manera más viva la belleza de la renuncia a todos los placeres del mundo, la eterna paradoja cristiana de no tener nada y poseerlo todo. Es preciosa la versión que compuso en verso inglés del himno de Santo Tomás Lauda Sion Salvatorem. Sus obras poéticas colocan al P. Southwell entre los mejores poetas líricos de su tiempo. Pero entre tanto llegó el final de aquella sangrienta tragedia. El mismo P. Southwell escribió a lord Cecil suplicándole que se juzgase su causa o se le pusiera en libertad. La respuesta fue trasladarlo al penal de Newgate entre la hez de los criminales, de donde lo sacaron el 20 de febrero de 1595 para llevarlo ante el tribunal. Y es digno de notarse, que era tal el renombre que había alcanzado el P. Southwell, que, a pesar de las medidas tomadas para realizarlo todo sin publicidad, y no obstante haber hecho circular la noticia de que se iba a ajusticiar a un vulgar criminal en el Tyburn, de hecho fue tan grande la aglomeración de público, que sólo a duras penas pudieron avanzar los esbirros que conducían al reo. El tribunal y todo el juicio que se entabló contra el P. Southwell fueron sumamente característicos de esta clase de juicios contra los sacerdotes católicos, en los que aparece con toda evidencia, cómo éstos morían efectivamente por su fe católica y por su obediencia al Papa. El presidente Popham ponderó las sublevaciones, conjuraciones, rebeldías y guerras que habían tenido lugar, principalmente por la actitud rebelde de los católicos y sobre todo, por el influjo de los jesuitas; y luego presentó al jesuita Roberto Southwell como reo de todos esos delitos. Y concretando más todavía, lo acusó de haberse hecho sacerdote católico y jesuita fuera de Inglaterra, de haber regresado como tal a la patria, y de haber contravenido con todo eso las leyes del reino, lo que equivalía a una rebelión contra la reina. A tan solemnes inculpaciones respondió el padre que admitía que era sacerdote católico y jesuita y que daba gracias a Dios por ello. Asimismo, que había entrado en Inglaterra, aun conociendo las leyes contrarias. Pero, que invocaba a Dios por testigo, de que no le había movido ningún intento de rebeldía contra la reina, sino únicamente el deseo de obedecer a Dios y hacer bien a las almas. Estas declaraciones excitaron hasta lo sumo el apasionamiento del tribunal, que se manifestó en una serie de nuevas y apremiantes preguntas, a las que respondía el reo con la mayor serenidad. Finalmente, vinieron a parar al punto más candente, de que, por el mero hecho de obedecer al Papa antes que a la reina, se manifestaba reo de lesa majestad. Entonces el fiscal Coake tuvo una disertación, en la que trató de probar que la reina Isabel no tenía en la tierra ningún superior, ni en lo humano ni en lo divino, y por consiguiente, obedeciendo él al Papa, se rebelaba contra su legítima soberana, y, para probar su afirmación, aducía el texto "dad al Cesar lo que es del Cesar". Siguiéronse violentos altercados, pues no permitían al P. Southwell que tomara la palabra por temor de que se soliviantaran en su favor los espectadores. Al fin, pudo el reo responder con toda solemnidad: "Ni yo ni ningún católico negamos a la reina lo que se debe a un príncipe temporal. Pero damos al Papa, como representante de Dios, lo que es de Dios. Por esto el texto entero dice: "Dad al Cesar lo que es del Cesar, y a Dios lo que es de Dios". ¿En dónde consta que Cristo haya dado su representación en lo espiritual y el poder de las llaves del cielo a otro que no sea Pedro y en él a sus sucesores?" Con todo esto llegó al punto culminante el apasionamiento de los jueces. Trataron todavía de confundirlo con otro género de acusaciones y falacias, sobre todo por medio de la supuesta inmoralidad de la restricción mental. Respondió él de nuevo con tanto ingenio, que los dejó a todos sin palabra, por lo cual, ciegos por la pasión y por la ira, le impusieron violentamente silencio y dictaron con toda solemnidad la sentencia de muerte, por ser sacerdote católico, por haber predicado la doctrina católica en Inglaterra y por anteponer la autoridad del Papa a la de la reina, con todo lo cual se había declarado en rebelión contra las leyes del Estado y hecho reo de lesa majestad. Lejos de inmutarse el P. Southwell al escuchar sentencia de muerte, dio las gracias al carcelero diciéndole que le había dado la mejor noticia del mundo. Al llegar al lugar de la ejecución, contempló por unos momentos la horca en ademán de satisfacción; subió luego al carro, que estaba debajo de la horca, y dirigiéndose al público, dio testimonio solemne de su fe católica, de su condición de sacerdote y jesuita, de su respeto a la reina, y de su disposición de sufrir mil muertes por cualquier punto de la doctrina católica. Luego separóse rápidamente el carro, y el nuevo mártir quedó suspenso, en el aire y entregó, momentos después, su alma a Dios. Su cadáver, descuartizado, según la costumbre inglesa, fue levantado sobre un palo, donde estuvo expuesto algunos días. |
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