El humilde y bienaventurado san Diego, religioso de la Orden del seráfico pare san Francisco, fue de un lugar pequeño de Andalucía, llamado san Nicolás. Vivió algún tiempo en su tierra, cerca de una iglesia antigua y solitaria, en compañía de un devoto sacerdote, ermitaño, trayendo el mismo hábito, cultivando una huerta para sustentar su vida, y ocupándose en santos ejercicios de oración y meditación. Volviendo un día del pueblo a su recogimiento, halló cerca de él una bolsa con dineros, y no quiso ni aun tocarla. Cuando quería afirmar mucho una cosa decía: «Así me cumpla Dios los deseos, que son de ser pobre fraile de san Francisco.» Cumplióselos el Señor; y Diego recibió el hábito de los Menores en el convento llamado San Fran cisco de Arrizafa, a media legua de Córdoba, escogiendo el estado humilde de fraile lego. Hecha su profesión, fue a las islas Canarias en compañía del padre Fr. Juan de Santorcaz, que iba a plantar la fe entre aquella gente idólatra. Aporta ron a una de las islas, en donde el santo Fr. Diego labró un convento; y aunque fraile lego, fue de él guardián. Mas, con el fervoroso deseo que tenía de derramar su sangre por la fe, se embarcó para ir a la Gran Canaria, que aun estaba poblada de gentiles. No se atrevieron los que gobernaban el navío a saltar a tierra, por temor de aquella gente feroz y bárbara, y sólo saltó el santo; el cual después de convertir muchos idólatras a la fe, por obediencia de sus prelados volvió a Andalucía. Estuvo en varios monasterios de la orden y resplandeció en todas las demás virtudes. No tenía otra voluntad que la del Señor, en cu ya cruz se gloriaba; trataba su cuerpo con extremada aspereza, y traía en sus manos una cruz de palo, para que nunca se apartase de su memoria la pasión de Jesucristo, y la recordase a los demás. Despedía de su cuerpo una fragancia y olor suave y maravilloso; y oraba con tan fervoroso afecto, que muchas veces fue visto levantado en el aire por la fuerza del alma que estaba arrebatada y absorta en Dios. De la sacratísima Virgen María fue devotísimo; y acostumbraba con el aceite de su lámpara ungir los enfermos que venían a él, haciendo sobre ellos la señal de la cruz, con la cual muchos quedaban sanos. Una, vez, estando en Sevilla, se encontró en la calle con una mujer que venía dando gritos como loca y fuera de sí, porque un hijo suyo se había escondido en un horno de pan, y sin saberse que estaba; allí, habían encendido el horno. Compadecióse el santo de la triste madre; y le dijo que se fuese luego a la iglesia mayor a encomendarse a la Virgen, y que esperase en Dios, que su hijo sería libre. Hízolo así la mujer, y su hijo salió del horno encendido, sin lesión alguna. Finalmente, cargado ya el santo de años y méritos, y besando la santa cruz, dio su espíritu al Señor.
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