5 de noviembre
BEATOS MIGUEL KIZAEMON y LUCAS KIIEMON,
Mártires Japoneses
(3ª Orden Franciscana)
(1627)
Una de las características del apostolado de los misioneros en tierras del Japón era el rodearse de activos colaboradores para el apostolado y las diversas necesidades. Los japoneses, al poseer perfectamente la lengua, conociendo las instituciones y las costumbres de los diversos lugares, eran preciosa vanguardia de los misioneros. La catequesis de niños y de los adultos en el período de catecumenado como preparación para el bautismo generalmente era confiada a catequistas japoneses. La asistencia a los enfermos en los hospitales o en las casas privadas, la ayuda a los pobres, los orfanatos para acoger a los niños abandonados o sin padres eran encomendadas a estos maravillosos cristianos, que repetían en el Japón los prodigios de los cristianos de la primitiva Iglesia.
Los mejores catequistas, los más formados espiritualmente, los que mostraban indicios de vocación, eran admitidos a la Tercera Orden Franciscana o inclusive, a la Primera Orden. Y así más ligados al apostolado misionero e imbuidos del espíritu franciscano trabajaban con mayor diligencia. Entre estos catequistas y terciarios franciscanos, hoy recordamos a Miguel Kizaemon y Lucas Kiiemon.
Miguel Kizaemon nació en Conga, de padres japoneses, los cuales desde pequeño lo abandonaron. Fue acogido por los cristianos y confiado a la Santa Infancia, donde recibió el bautismo y una educación cristiana. De joven, fue entregado a un mercader español. Más tarde pasó a la misión y fue acogido por el franciscano Padre Rojas, quien lo inició en los estudios, lo hizo su catequista, y, a petición suya, lo inscribió en la Tercera Orden franciscana. De Boniba, a donde había ido por motivos catequísticos, regresó a Nagasaki junto con su queridísimo amigo, también él activo catequista, Lucas Kiiemon, con quien trabajó para la gloria de Dios y el bien de las almas de 1618 a 1627. En tiempos de furiosa persecución religiosa, dada la pericia que tenían como carpinteros, trabajaron en la construcción de refugios para esconder y salvar a los misioneros.
Por estas múltiples actividades suyas, fueron reconocidos como cristianos, arrestados y llevados a la cárcel, donde pasaron varios meses. El 16 de agosto de 1627 fueron sacados de la cárcel, llevados a Nagasaki y conducidos hasta la colina santa o monte de los mártires. Allí fueron decapitados y así, con la palma del martirio, alcanzaron la gloria del cielo.
Fueron beatificados por Pío IX el 7 de julio de 1867.
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