26/XI/+2018 BEATO HUMILDE DE BISIGNANO, Fraile Franciscano

26 de noviembre

BEATO HUMILDE de BISIGNANO, Fraile franciscano

(1637)



   El Beato Humilde de Bisignano, hijo de Giovanni Pirozzo y de Ginevra Giardino, nació el 26 de agosto de 1582 en Bisignano, ciudad de Calabria (Italia), y recibió en el bautismo el nombre de Luca Antonio. Desde su niñez causó admiración por su extraordinaria piedad: participaba diariamente en la santa misa, comulgaba en todas las fiestas y oraba meditando la pasión del Señor incluso mientras estaba trabajando en el campo.
   Ingresado en la Cofradía de la Inmaculada Concepción, solía ser indicado a los miembros de la misma como modelo de todas las virtudes. En los procesos canónicos se recuerda que su respuesta a alguien que le dio un solemne bofetón en la plaza pública, fue simplemente presentar con humildad la otra mejilla. Hacia los dieciocho años sintió la llamada de Dios a la vida consagrada, pero, por diversas causas, tuvo que retrasar nueve años la realización de su propósito, retraso que no le impidió empeñarse en una vida más austera y fervorosa.
   A los veintisiete años ingresó en el noviciado de los frailes menores de Mesoraca (Catanzaro), y tomó el nombre de Humilde de Bisignano para significar el programa de toda su vida religiosa. La formación de los jóvenes estaba encomendada a dos santos religiosos: el P. Antonio de Rossano, maestro de novicios, y el P. Cósimo de Bisignano, guardián del convento. Emitió la profesión religiosa el 4 de septiembre de 1610, tras superar, por intercesión de la Virgen, a la que profesaba una tierna devoción, no pocas dificultades.
   Ejerció con simplicidad y diligencia las tareas típicas de los religiosos no sacerdotes, como la portería, la sacristía, la cocina, ir a pedir limosna, atender el servicio de la mesa de la comunidad, cultivar el huerto y otros trabajos manuales que le encomendaron los superiores.
   Desde el noviciado se distinguió por su madurez espiritual y por su fervor en la observancia de la Regla. Se entregó con denuedo a la oración, y Dios ocupó siempre el centro de sus pensamientos. Fue obediente, humilde y dócil, y compartió con alegría los diversos momentos de la vida de comunidad. Después de la profesión religiosa intensificó su empeño en el camino de la santidad. Multiplicó las mortificaciones, los ayunos y el celo en el servicio de Dios y de la comunidad. Su caridad lo hizo amado de todos: de los frailes, del pueblo y de los pobres, a quienes ayudaba distribuyéndoles cuanto recibía de la Providencia. Los dones carismáticos con que estuvo abundantemente dotado los empleó para gloria de Dios, para construir el Reino de Cristo en las almas y para consuelo de los necesitados.
   Desde la juventud tuvo el don de continuos éxtasis, hasta el punto de ser llamado el «fraile extático». Estos éxtasis le ocasionaron una larga serie de pruebas y de humillaciones, a las que le sometieron sus superiores con el fin de tener la certeza de que provenían realmente de Dios y no había en ellos engaño diabólico. Tales pruebas, felizmente afrontadas y superadas, acrecentaron la fama de su santidad entre los hermanos de hábito y entre los extraños.
   Estuvo adornado también con extraordinarios dones de lectura de los corazones, de profecía, de milagros y, sobre todo, de ciencia infusa. Aunque era analfabeto y sin estudios, respondía a preguntas sobre la Sagrada Escritura y sobre cualquier punto de la doctrina católica con una precisión que asombraba a los teólogos. Varias veces fue examinado por una asamblea de sacerdotes seculares y regulares, presidida por el Arzobispo de Reggio Calabria, que le presentaban dudas y objeciones; por varios profesores de la ciudad de Cosenza; por el inquisidor Mons. Campanile, en Nápoles, en presencia del P. Benedetto Mandini, teatino; y por otros. Pero fray Humilde respondía siempre con tanta sabiduría que sorprendía a sus examinadores.
   Es fácil comprender la estima que le rodeaba por doquier. El Padre Benigno de Génova, Ministro general de la Orden, lo llevó como acompañante en su visita canónica a los frailes menores de Calabria y de Sicilia. Gozó de la confianza de los sumos pontífices Gregorio XV y Urbano VIII, que lo llamaron a Roma y, tras un riguroso examen, se sirvieron de su oración y de su consejo. Permaneció bastantes años en Roma, donde vivió casi siempre en el convento de San Francisco a Ripa y, algunos meses, en el de San Isidoro. También vivió algún tiempo en el convento de la Santa Cruz, en Nápoles, donde se prodigó difundiendo el culto al Beato Juan Duns Escoto, venerado especialmente en la diócesis de Nola.
   Alrededor de 1628 pidió poder ir a padecer en tierra de misiones. Habiendo recibido de los superiores una respuesta negativa, siguió sirviendo al Reino de Dios entre su gente, atendiendo a los más necesitados, a los marginados y a los olvidados.
   Su vida fue una oración incesante por todo el género humano. Sus oraciones eran simples, pero brotaban del corazón. A la pregunta del Padre Dionisio de Canosa, su confesor durante muchos años y su primer biógrafo, sobre qué era lo que pedía al Señor durante tantas horas de oración, respondió: «Lo único que hago es decir a Dios: ¡Señor, perdóname mis pecados y haz que te ame como estoy obligado a amarte; y perdona los pecados a todo el género humano, y haz que todos te amen como están obligados a amarte!».
   Siempre dispuesto a obedecer con prontitud, valeroso en la pobreza, acogedor en la vivencia alegre de la castidad, fray Humilde recorrió un camino de luz que lo llevó a la contemplación de la Luz divina: murió el 26 de noviembre de 1637, en Bisignano, es decir, «allí donde había recibido el espíritu de gracia» y desde donde «ilumina el mundo con multitud de milagros», como dicen San Buenaventura y Celano hablando de San Francisco.
   El misterio de la vida del San Humilde es ciertamente el misterio de un Dios que hace cosas grandes en la criatura que cree en él y se confía por entero a su amor, consagrando todo, presente y futuro, en sus manos y dedicándose enteramente a su servicio.
Pero su vida, en la que resplandece el fulgor de la santidad de Dios, es también un misterio de disponibilidad de esta criatura que, en su profunda y convencida humildad, repite con frecuencia: «Todas las criaturas alaban y bendicen a Dios; yo soy el único que lo ofende».
   Humilde de Bisignano, invitado por Cristo a dejar todo y a arriesgar todo por el Reino de Dios, sintió la fascinación del Evangelio de las bienaventuranzas y aceptó ponerse al servicio del plan de Dios sobre él, consagrándose a vivir como Francisco de Asís «en obediencia, sin nada propio y en castidad» (2 R 1, 1).
   En efecto, a imitación de María, que cumplió plenamente la voluntad del Padre, los pobres están libres de tantos lazos que atan a las cosas que pasan y de tantas ambiciones que sólo producen desilusiones amargas, y tienen el espíritu pronto y disponible. El alma verdaderamente pobre no se preocupa ni se agita ni se disipa enredada en muchas cosas, sino mira hacia arriba y se deja fascinar por Dios y por el Evangelio de su Hijo. Esta es la sorprendente sabiduría que se nos revela, tantos años después de su tránsito, en el testimonio de fe del San Humilde de Bisignano.

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