San Columbano el Joven, monje irlandés de la segunda mitad del siglo vi y principios del vii, es indudablemente uno de los hombres a quienes más debe la cultura, civilización y espíritu cristiano, tan característicos de la Europa medieval. Es uno de los pioneros de aquellos ejércitos de monjes que, saliendo de los grandes monasterios fundados por San Patricio de Irlanda, entraron en el continente europeo y contribuyeron eficazmente a la cristianización. del centro y del norte de atropa. Con su inflamado amor de Dios, y del prójimo y su espíritu de sacrificio llevado al más sublime heroísmo, realizaron una obra verdaderamente gigantesca, de que difícilmente nos podemos hacer cargo en nuestros días.
Entre todos los monjes misioneros que, primero desde Irlanda y más tarde también desde la Gran Bretaña, pasaron al continente, sobresale de un modo especial San Columbano, en quien ponderan mucho sus contemporáneos sus dotes morales extraordinarias y aun sus fuerzas corporales, verdaderamente hercúleas.
Un rasgo trasmitido por los historiadores nos indica bien a las claras la energía indomable del carácter de San Columbano, a la vez que sus fuerzas hercúleas. Teniendo ya setenta años, ayudaba con sus propias manos a los monjes en el cortar y transportar los troncos de los árboles que servían para la construcción del monasterio de Bobbio, en Italia. Igualmente contaban sus discípulos cómo algunas veces, atravesando a pie algunos bosques, entablaba luchas cuerpo a cuerpo con los osos salvajes hasta dominarlos y rendirlos a sus pies.
No conocemos exactamente el año del nacimiento de San Columbano, pero debió dé tener lugar en torno al año de la Muerte de San Benito, el 543, en la región occidental de Leinster, donde recibió una sólida educación cristiana. Es interesante un episodio que nos refieren algunos documentos antiguos sobre las primeras luchas que su naturaleza exuberante y fuerte tuvo que mantener contra las tentaciones de la carne. Efectivamente, habiendo sido tentado insistentemente por algunas mujeres, acudió angustiado en demanda de consejo a una virgen solitaria que desde hacía muchos años gozaba ,de gran prestigio de santidad, y ella le respondió que debía huir decididamente la tentación incluso abandonando el lugar de su nacimiento.
Pero de esta anécdota, de cuya autenticidad histórica no tenemos plena garantía, lo más provechoso y positivo es la razón que, según el biógrafo Jonás, le dio la virgen solitaria, y ha quedado desde entonces como norma práctica de la ascética cristiana frente a este género de tentaciones. Efectivamente, le dijo: "¿Piensas tú que podrás fácilmente resistir la tentación de esas mujeres? ¿Recuerdas a Eva tentando y a Adán cediendo? ¿No fue también Sansón débil frente a Dalila? ¿No perdió David su antigua rectitud seducido por la hermosura de Betsabé? ¿No fue engañado el sabio Salomón por el amor a las mujeres? Así, pues, márchate lejos y apártate del río en el que tantos han caído".
Así, pues, Columbano abandonó de hecho a su madre y su tierra y se dirigió a Sinell, donde un experimentado solitario lo inició en la vida de consagración a Dios, y poco después, al gran monasterio de Bangor, donde recibió la sólida educación ascética que entonces se estilaba. De carácter serio e inclinado a la rigidez, su grande alma lo inclinó bien pronto a emprender alguna hazaña extraordinaria. Vencida, no sin gran dificultad, la oposición de su abad, dirigióse con doce compañeros a tierras extrañas con el fin de trabajar por la colonización e instrucción de los pueblos bárbaros. A los pocos días de viaje aportaron en el continente y se internaron en el reino de los francos. Los nuevos huéspedes debieron de llamar notablemente la atención aun por su exterior. Mientras los monjes occidentales llevaban el pelo cortado, según la llamada tonsura de San Pedro, de modo que les quedaba en torno a la cabeza una corona de pelo algo más crecido, los monjes irlandeses dejaban crecer el pelo por la parte posterior de la cabeza, de modo que les caía por encima de la espalda. En sus manos llevaban unos bordones. Cruzados a la espalda y atados con correas, traían consigo sacos de piel, en donde guardaban sus más preciados tesoros: los libros litúrgicos.
Precisamente entonces se hallaba en notable decadencia aquel espíritu religioso que tan buen comienzo había tomado un siglo antes con Clodoveo. Describiendo la situación del país de los francos a fines del siglo vi, nos dice el biógrafo de San Columbano: "Allí, a causa de las frecuentes invasiones de los enemigos exteriores, o por la negligencia de los pastores, el espíritu religioso había casi desaparecido. Sólo quedaba en pie la fe cristiana". En estas circunstancias tan críticas, y como medio buscado por la Providencia, presentóse San Columbano en las Galias.
A pesar del rigorismo con que se presentaron él y sus compañeros, en todas partes les acompañó el éxito más lisonjero. El monasterio de Luxeuil, fundado por el Santo, constituyóse en punto céntrico de cultura e influencia cristiana. Bien pronto siguieron otros monasterios en todo el centro de Europa. Los hijos de los nobles que iban a esos monasterios a recibir la educación cristiana eran cada día más numerosos. A los monasterios de varones siguieron otros de mujeres. En realidad, gran parte de los fundados durante los siglos VII y vIII están relacionados con San Columbano. De más de cincuenta de todo el Continente se puede probar que estuvieron bajo el influjo de los monjes traídos por él. Por otro lado, precisamente ese plantel incomparable de monasterios fue en los siglos siguientes la base de todo lo que significa civilización.
En efecto, no era solamente la vida religiosa lo que en aquellos monasterios se cultivaba. Muchos de ellos, fundados en medio de los bosques y regiones baldías, anduvieron a la cabeza en el trabajo ímprobo de la roturación y cultivo de los campos. Gran parte de la región de las Galias, inculta hasta entonces, fue urbanizada por estos monjes. Tales son las tierras de las Ardenas, Flandes, el bajo Sena y la Champagne. Esta actividad cultural de los monasterios fundados por San Columbano, que puso el fundamento de innumerables poblaciones y grandes ciudades, continuóse después durante los siglos siguientes y constituye una de las glorias más legítimas de la Iglesia católica, uno de los frutos culturales de la civilización cristiana. Los monjes de San Columbano—dice acertadamente Schnürer—"sabían realizar el pesado trabajo del campo con la misma perfección con que escribían los delicados pergaminos de sus códices y se esforzaban en guiar las almas con su ardiente palabra".
Con todo, no hay que creer que toda está campaña de civilización cristiana fuera fácil a Columbano. A la dificultad que supone la lucha de la moral cristiana con todas las pasiones humanas, añadíase la rudeza y rigidez de carácter del Santo, que no sabía ceder ni doblegarse a ninguna clase de exigencias. Es célebre la contienda que tuvo que mantener frente a Teuderico y su abuela Brunequilda. El antiguo reino de Clodoveo estaba dividido a la sazón en dos partes: Austrasia y Neustria. En Austrasia regía Teudeberto, y en Neustria su hermano Teuderico y su abuela Brunequílda. El monasterio de Luxeuil pertenecía al territorio de Teuderico. Entregados a toda clase de vicios, no tardaron los dos hermanos en hacerse mutuamente la guerra. Sobre todo, Teudeberto estaba enteramente entregado a la lujuria. Casado con una princesa española, separóse bien pronto de ella. En estas circunstancias, pues, su hermano Teuderico tuvo que escuchar frecuentes reconvenciones de parte del celoso abad Columbano.
En cierta ocasión presentóse el abad en la villa leal de Vitry, cerca de Arras, en donde Brunequilda se entretenía con unos nietecitos hijos legítimos del rey. Según costumbre del tiempo, envió a los niños al encuentro del abad para que les echara la bendición. Columbano se creyó en el deber de dar una muestra de su desagrado, y así se negó a dar la bendición a los niños, anunciando, además, que ninguno de ellos llegaría a empuñar el cetro. Poco después llegó de nuevo Columbano a la villa en que se hallaba el rey. Era de noche. Teuderico, deseoso de dar al abad las maestras debidas de respeto, ordenó a los criados que lo introdujeran en su presencia y que le ofrecieran comida y bebida. Mas el hombre de Dios lo rechazó con toda decisión, añadiendo que eran dádivas de un hombre impío. El monarca, junto con su abuela, se dirigió al día siguiente al abad y trataron de aplacarlo. Teuderico prometió mejorar su conducta, mas como no se mejorara recayó, por fin, sobre él la excomunión. Las cosas llegaron por fin al extremo que por iniciativa del rey se desterró al molesto consejero.
Era el año 610. Después de más de treinta años empleados en la evangelización y colonización de las Galias, salía Columbano deportado a Irlanda con un buen número de sus compañeros. Desde Nátites, según parece, éscribió una célebre carta a los monjes que dejaba en Luxeuil, de la que llega a decir Montalembért que contiene "algunas de les más finas y grandes ideas que ha inspirado el genio cristiano". Pero, una vez embarcado, vientos contrarios desviaron por completo la embarcación, y, de hecho, la primera noticia que tenemos es que se presentó poco después en Metz ante su amigo Teudeberto II, y con su consejo y apoyo se dirigió hacia la región ocupada actualmente por gran parte de Suiza, y que estaba entonces poblada por los alemanes.
Ante todo, pues, se estableció en Tuggen, junto al lago de Zurich, con un grupo de discípulos venidos del monasterio de Luxeuil, entre los cuales sobresalía uno llamado Gallo. Pero el celo exagerado de éste, que se dedicaba a quemar públicamente los ídolos de los paganos, le atrajo la enemistad de los habitantes de aquella región, por lo cual Columbano se vió forzado a emigrar hacia la parte oriental del lago Constanza, a un valle tranquilo y apacible rodeado de montañas. Era la región de la actual Bregenz, donde encontraron un viejo oratorio abandonado, y en él se acomodaron algunas celdas. Pero aquí de nuevo la vehemencia de los métodos empleados en su apostolado, particularmente de San Gallo, provocaron al pueblo contra él. Al mismo tiempo cambió inesperadamente la situación política. Habiendo estallado una guerra entre Austrasia y Neustria, fue vencido y muerto su protector Teudeberto. Puesto entonces Columbano a merced de Teuderico, se vió obligado a salir de aquel territorio donde se encontraba. Atravesó, pues, los Alpes, contando a la sazón setenta años de edad, y se dirigió al país de los lombardos y a su capital, Milán, donde fue objeto de una cariñosa acogida de parte de su rey arriano, Agilulfo, y su esposa católica, Teodelinda. Entretanto había quedado en Suiza su discípulo Gallo, quien posteriormente organizó allí el célebre monasterio de Sant Gallen, que tanta fama debía alcanzar en la posteridad.
Y con esto entramos en la última etapa de la vida de San Columbano, que se desarrolla al norte de Italia y se distingue, ante todo, por la fundación del gran monasterio de Bobbio. En efecto, conociendo Agilulfo la significación de San Columbano como padre de monjes, le entregó grandes terrenos en Ebovium o Bobbio, situado en un valle de los Apeninos entre Génova y Piacenza, donde inició él un monasterio dedicado a San Pedro. No obstante su avanzada edad, se sintió rejuvenecido al ver surgir el nuevo monasterio, que rápidamente fue tomando una extraordinaria significación. Columbano se sentía feliz al ver reproducirse en el monasterio de Bobbio la exuberante vida monástica de los monasterios de Luxeuil y los demás que él había fundado en Francia.
Pero al mismo tiempo, las circunstancias le obligaron a intervenir durante estos años en un asunto completamente diverso. Con ocasión de la querella denominada de los Tres Capítulos, se había formado en el norte de Italia un cisma contra el Romano Pontífice en protesta de su condenación de los llamados Tres Capítulos. Mal informado Columbano por los partidarios del cisma e inducido por los reyes Agilulfo y Teodelinda, compuso un célebre escrito, en el que trataba de defender al partido lombardo, presentándolo como defensor del concilio de Calcedonia frente al Romano Pontífice.
Sin embargo, en esta misma carta, no obstante lo delicado de su posición al defender un partido cismático en su posición contra el Papa, aparece claramente su convicción de que sólo se trataba de una cuestión secundaria meramente disciplinar y, por otra parte, amontona las expresiones de estima y reverencia a la Sede Romana. En efecto, dice, "la columna de la Iglesia es siempre Roma". Por eso, añade, "nosotros, los irlandeses, viviendo en las partes más lejanas de la tierra, somos discípulos de San Pedro y San Pablo y de los discípulos que escribieron el Canon sagrado bajo la inspiración del Espíritu Santo. Nosotros no aceptamos más que la enseñanza evangélica y apostólica..." "Confieso—dice en otra parte—que siento la mala reputación en que se tiene en esta región a la Cátedra de Pedro. Todos estamos atados a esta Cátedra. Pues, aunque Roma es grande y renombrada, su grandeza y gloria delante de nosotros le viene solamente de la Cátedra de Pedro."
En realidad, el problema del cisma lombardo, que no debe confundirse con el de Aquilea o Grado, también ocasionados por los Tres Capítulos, siguió su desarrollo normal hasta que poco después. se extinguió. La intervención de San Columbano no tuvo en él ninguna importancia. Por otro lado, quiso polemizar contra los arrianos, lo cual le malquistó con los lombardos y su rey, Agilulfo, todo lo cual le obligó a retirarse definitivamente a la soledad del monasterio de Bobbio y aun de una celda solitaria que en él se hizo construir.
A los tres años de su estancia en Bobbio, cumplióse la profecía que él había hecho sobre Teuderico. Muerto Teuderico, la anciana Brunequilda había sido brutalmente asesinada. Acordándose Clotario, dueño ahora de Borgoña, de la profecía de Columbano, lo invitó a ir a Suiza y a las Galias. Pero entretanto había llegado éste a su fin. Rendido por la enfermedad y sintiendo próxima la muerte, le recomendó el monasterio de Luxeuil y los demás de Francia, y el 23 de noviembre de 615 descansó en el Seriar.
Su recuerdo y el fruto extraordinario que hizo con sus fundaciones dieron bien pronto ocasión a que se iniciara su culto litúrgico, que se extendió principalmente a las numerosas regiones por él evangelizadas.
BERNARDINO LLORCA, S. I.
*Año Cristiano, Tomo IV, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1966.
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